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Reforma y contrarreforma

  • 01 septiembre 2020 /

Víctor Meza

El avance del proceso electoral y la cercanía de los plazos para cumplir con el calendario de las elecciones, han puesto en el centro del debate político el tema de la postergada y necesaria reforma de la legislación comicial. Desde hace ya varios años, este tema ha ocupado y sigue ocupando un sitial destacado en la agenda política del país. Un par de meses antes de las elecciones del año 2013, los partidos políticos firmaron un compromiso ante la Unión Europea para llevar a cabo la reforma de toda la arquitectura que da sostén y regula el sistema político electoral del país. Nada de eso han cumplido a cabalidad.

A juzgar por las declaraciones de los principales actores del escenario político local, no hay partido o líder que se oponga abiertamente a la reforma electoral. Todos, con mayor o menor énfasis, aseguran estar de acuerdo con los cambios y modificaciones sustanciales en la legislación que rige los procesos electorales del país. Pero, a juzgar por la experiencia, bien vale repetir aquello de que del dicho al hecho suele haber mucho trecho.

Hay reformas que, debidamente disfrazadas y convenientemente envueltas en palabrerío insustancial, son en realidad verdaderas contrarreformas. De la misma forma que hay reformas para avanzar y progresar, las hay para estancarse o retroceder. Y eso es exactamente lo que parece estar sucediendo en estos momentos en el debate político-electoral de nuestro país.

Mientras algunos proponen reformas orientadas a promover la necesaria modernización y democratización del sistema, hay otros que, en nombre del cambio, proponen el estancamiento. Simulando un progresismo político inexistente, no son pocos los que creen que, por la vía de una falsa reforma, se puede llegar a una verdadera contrarreforma. Temas tales como la segunda vuelta electoral o la naturaleza pública y abierta de las planillas de diputados son algunos que pueden servir de ejemplos para ilustrar la demagogia y el espíritu conservador que, con mayor frecuencia de la deseada, suele esconderse detrás de una fraseología tan escasamente reformista como simulada.

Otros contraponen, en nombre de principios supuestamente rígidos e inamovibles, un falso dilema entre reforma y revolución, un antiguo y fascinante tema que provocó en su tiempo formidables debates teóricos al interior de la Social Democracia internacional. Rosa Luxemburgo, en un texto espléndido, demostró que no había una contradicción insuperable entre ambos conceptos y que el dilema que los contraponía era, en esencia, un falso dilema.

No hay revolución sin reformas. Es más, la revolución misma debe ser entendida como expresión suprema y profunda de la reforma política y social. “La lucha por reformas es el medio, la revolución social es el fin”, escribió la brillante teórica polaca, asesinada en Alemania en 1919.

Pues bien, como puede verse, en materia de reformas las hay para todos los gustos e intereses. Desde las que apuntan hacia el cambio para mejorar, hasta las que, de manera subrepticia y mañosa, se proponen consolidar el atraso y detener el avance. Incluso, existen aquellas que no tienen más objetivo que detener el ritmo del cambio y mantener el inmovilismo político. Son las que se inspiran en el famoso gatopardismo, método basado en la novela de Giuseppe di Lampedusa “Il gatopardo”: que cambie todo para que nada cambie, es decir, hacer cambios de profundidad relativa para conservar la esencia del modelo o sistema que se pretende transformar. Es, en verdad, una fórmula disfrazada para esconder el falso reformismo.

Pero, al margen de la corriente “reformista” que al final se imponga, ya sea para avanzar o para retroceder, para el cambio o para el status quo, lo cierto es que el tiempo se acaba y los plazos se vencen. Mientras los diputados alargan irresponsablemente el tiempo político de que disponen, el país agota y pierde el preciado tiempo histórico que no le sobra.