23/04/2024
03:22 PM

En el mes de la familia

Roger Martínez

Desde octubre de 1993 comencé a colaborar con La Prensa, he escrito muchísimas veces sobre las bondades de la familia. Y es que, por mi propia experiencia, soy un convencido de que lo que la familia aporta en la construcción de una personalidad equilibrada ninguna otra entidad social puede hacerlo.

En este mes de agosto, mes que la Iglesia católica dedica a la familia, quiero repetir algunas ideas claves que, como decía antes, he señalado en más de una ocasión, pero que, en un momento de la historia en el que lo evidente, lo obvio, parece desconocerse, nunca está de más recordar.

La primera idea es aquella que nos hace ver que la familia perfecta no existe. Una familia perfecta tendría que estar integrada por personas perfectas. Y eso es humanamente imposible. Los hombres y las mujeres, ya seamos cónyuges, padres o hijos, estamos plagados de defectos, abundamos en taras y carencias. Medio en broma, medio en serio, digo que la única familia perfecta que he conocido es la de “La casita de la pradera”, la familia Ingals. Y, claro, la serie esa no era más que una ficción televisiva. Gente así solo existe en un mundo de fantasía. Sin embargo, a pesar de todos los pesares, dentro de la imperfección de los miembros de un núcleo familiar real, la convivencia cotidiana nos da la posibilidad de mejorar, de limar nuestras aristas, de adquirir virtudes, de perfeccionarnos.

Lo anterior es posible porque no hay sobre la faz del planeta ningún otro lugar en el que nos acepten, nos toleren e, incluso, nos quieran, por encima de todas nuestras deficiencias. Claro, no por eso nos van a tratar siempre con paños tibios; seguramente nos exigirán y nos harán ver nuestras áreas de mejora, pero siempre con rectitud de intención, sin ases bajo la manga y con sincero deseo de que seamos felices. Todas las llamadas de atención y todos los “jalones de oreja” que un padre o una madre acostumbran dar a sus hijos, no son nunca por deseos de venganza, ni por humillarlos o fastidiarlos, sino por hacerles ver sus equivocaciones y errores, con el fin de que rectifiquen la ruta peligrosa que puedan estar tomando y que, por edad y experiencia de los padres, conocen más y mejor.

Definitivamente, la familia es el mejor lugar para nacer, para crecer y para morir. Y los que no la tienen, si son sinceros y no caen en la tentación de la negación o el cinismo, saben bien que sin ella todo cuesta más: trabajar, aspirar a la felicidad y hasta divertirse.