18/04/2024
06:46 PM

Pérdida de la compasión

Juan Ramón Martínez

Soy hijo de un peón bananero que emigró a la costa norte, “el dorado hondureño”, huyendo de la pobreza de una aldea, a la vera del Guayape. Mi madre era de Olanchito y quedó huérfana a los 9 años de edad.

Con dos hermanas más pequeñas y el abuelo que, intermitente, cumplía sus obligaciones.

Contaba que todos los lunes, una mujer de “San José” —donde vivían— es visitaba para lavar, planchar y remendar las pocas ropas que la pobreza les permitía.

Me impresionó mucho. Y, lamentaba no recordar su nombre, para agradecerle. Lo sentí.

Porque si hay virtud humana que celebramos es la lealtad familiar, la fidelidad a las amistades, el agradecimiento a los que nos tratan bien y la compasión cristiana hacia los que sufren.

Doña Mencha —la madre y la catequista familiar— forjó en nosotros un sentimiento de cercanía hacia el dolor ajeno. Confortaba a los enfermos; daba ánimo a los que iban morir, y “echaba el agua” a los niños que, prematuramente, se llevaba la pobreza y la muerte.

Todo esto viene a mi mente ante la situación que pasamos. El distanciamiento social se ha deformado, asumiendo formas de extrema dureza y falta de consideración hacia los otros.

Que, incluso, llega a la discriminación y al rechazo hacia quienes están contagiados. Una persona me ha llamado para referirme a la indiferencia de sus vecinos, para con ella y su marido contagiado, pese a que está en proceso de recuperación. Lo que me ha hecho pensar que los católicos —hablo de ellos, porque yo y mi familia lo somos– hemos perdido la sensibilidad hacia el otro.

Y en vez de compartir el pan de la vida, incluyendo lo bueno y lo malo, nos hemos vuelto duros, indiferentes. E incluso críticos. Uno solo de mis exalumnos del Semanario Mayor —que falto de vocación, abandonó los estudios— es el único con el que tengo contacto. Y se interesa por mi salud. Ningún otro me ha llamado siquiera, pese a que tengo a tres sacerdotes, a los cuales les envío mis artículos. Uno me acusa, mecánicamente, recibo. Lo cuento, porque me preocupa este comportamiento indiferente.

La pandemia ha exacerbado el individualismo y asustado a muchos. Le temen a la muerte como si esta fuese el final. La idea que la vida terrenal es un paso por un valle de lágrimas, camino al encuentro con el Padre, ha sido sustituido por un egoísmo cobarde, orgulloso, que no quiere reconocer las verdades fundamentales con las que nos evangelizaron nuestros mayores.

Claro, algunos han dejado de predicar para competir con los políticos, enjuiciando las acciones del gobierno, de los médicos, de los empresarios.

En fin, de todo el mundo. En tanto que las verdades evangélicas, que no dan esperanza que la tormenta pasara; y que, de nuevo brillara el sol, han sido abandonadas. Igual que en “Yo,

Adriano”, otra vez, estamos solos. Sin Dios que nos acompañe y nos dé fuerza para vivir y morir cristianamente.