17/04/2024
01:05 AM

Sobre los sucesos de El Progreso

Juan Ramón Martínez

Lo ocurrido en El Progreso obliga al más riguroso análisis, pues representa una escalada en la capacidad de la delincuencia para responder a las políticas de seguridad del Estado. Lo confirman la planificación de la operación, el profesionalismo de los participantes, las falencias del proceso penal, la confiabilidad de los fiscales, la capacidad de la Policía para responder, las bajas sufridas y la impotencia de los juzgados para operar en forma libre, segura e independiente.

La delincuencia muta con enorme capacidad, adaptándose a los nuevos escenarios que le crean las políticas de seguridad estatales. En el caso de El Progreso, su capacidad rebasó la de las autoridades policiales y militares para anticipar el desarrollo de una operación en la que, más bien, les tomaron por sorpresa y, además, pusieron en ridículo al sistema público de seguridad. Ante la gravedad del asunto, hay que partir de algunas consideraciones básicas. Los participantes en la acción mostraron una alta capacidad operativa, mucha profesionalidad. De allí que haya que pensar que los que la diseñaron y operaron son expolicías o exmiembros de las Fuerzas Armadas.

En consecuencia, hay que revisar en primer lugar el sistema de reclutamiento voluntario de las últimas. En segundo lugar, someter a consideración las acciones de depuración policial, para de este modo saber qué hacen los que concluyen su desempeño militar y policial.

Ninguno de sus oficiales puede garantizar que, una vez que los reclutas han cumplido su plaza o ser despedidos de la Policía, se integrarán pacíficamente a la sociedad, colocándose en forma exclusiva al servicio de la misma, bajo el mayor respeto a la ley.
De la misma manera, hay que revisar qué pasa con los policías depurados. Relacionado con lo anterior, hay que controlar el uso de las armas en el país y su ingreso ilegal desde los Estados Unidos

Asimismo, hay que evaluar el proceso penal para explicar cómo un encausado en una cárcel de Tegucigalpa tiene que ser conducido para cumplir una acción indagatoria en un juzgado alejado de la capital y sin la seguridad que garantiza que no se fugara y, finalmente, hay que someter a cuestionamiento la capacidad del fiscal para solicitar que el implicado concurra a rendir una declaración en un juzgado, sin que se garantice la vida de los jueces y las personas que desempeñan sus tareas profesionales en los juzgados.

Hay demasiados cabos sueltos. Además, como hemos dicho, los delincuentes han aprendido a evadir la acción de la autoridad e, incluso, superarla. No solo han producido a las autoridades las más altas bajas, sino que las han hecho quedar en el ridículo, por lo que hay que revisar la política general de seguridad, no para buscar culpables, sino que para entender que los delincuentes no solo mutan en términos de ascenso social, sino que aprenden cómo evadir y derrotar a las autoridades. Partiendo, además, de la consideración que la delincuencia en general se transforma y, en consecuencia, las tácticas y estrategias para derrotarlos deben ser revisadas y cambiadas en forma constante. De los errores se aprende mucho, eso lo saben los delincuentes y lo deben aprender las autoridades.