Existe, evidentemente, una curiosidad necesaria y legítima: la curiosidad científica, la curiosidad intelectual. Si no hubiera habido personas que se interesaran por conocer las leyes de la física, solo por poner uno de tantos ejemplos, no habría aviones o, si alguien no hubiera bebido el jugo de uvas o caña fermentadas, no disfrutaríamos del vino ni del ron; pero existe también la curiosidad como vicio, como defecto feísimo, como hábito antiético, que es propio de la desocupación, del querer meter la nariz donde no se debe, de querer hurgar en la vida de los demás o en entretenerse espiando a conocidos y desconocidos.
Tristemente, desde que los medios y las redes sociales se encargaron de convertir la vida privada en espectáculo público y nos acostumbramos a participar a los demás de dónde y con quién andamos y qué estamos a punto de comer, se ha exacerbado la natural, pero no siempre buena, inclinación, de husmear en la conducta y en las acciones de los demás. Así como hace algunas décadas las revistas del corazón develaban las intimidades de las celebridades, hoy los medios y las redes nos proveen la posibilidad de emular su conducta o de pretender que somos una de ellas.
En las familias, en el trabajo, en las relaciones de amistad, hay cosas que pueden o deben saberse y cosas que no. Y resulta poco elegante andar a la caza de información por el prurito de estar informado de todo. Además, el curioso suele ser indiscreto, por lo que más le conviene no manejar datos que luego querrá difundir y que le pueden acarrear dificultades. Yo por eso tiemblo cuando alguien me dice que me va a contar un secreto porque me doy, inmediatamente, cuenta que debo llevarme a la tumba información que, a veces, habría preferido no conocer y que se me ha confiado como un desahogo o en un rapto de intimidad.
Lo mejor, lo óptimo, es saber lo necesario y estar satisfecho con ello, mejor pasar por desinformado que por metiche.