En ese mismo sentido, hay otra virtud que hoy se tiende a ver con desprecio: la obediencia, la docilidad. En un contexto en el que se cuestiona el principio de autoridad y se sobrevalora la espontaneidad, se ha llegado a pensar que el obediente, el dócil, es aquel que carece de criterio propio, que es incapaz de tomar sus propias decisiones, que es poco inteligente, que es más bien bruto, que raya en la estupidez.
Y lo cierto es que la obediencia es una virtud humana que se mueve dentro de las esferas de los valores sociales y morales, que facilita el normal desarrollo de la vida familiar, colabora con un adecuado ambiente laboral y hace posible un clima social armonioso, pues ayuda a que se establezcan unas relaciones presididas por el orden, otro hábito ético básico sin el que resulta imposible implementar proyectos, definir estrategias o emprender acciones.
Ser obediente, por supuesto, no significa tirarse del puente, si el que tiene autoridad nos lo pide, o renunciar a las propias ideas. Todo lo contrario, la obediencia es inteligente: sabe escuchar, valora los riesgos, calcula sus recursos, mide sus fuerzas y, si conviene, ejecuta sin miedo. Además, el que suele dar las órdenes, seguramente antes ha sopesado la capacidad de su subordinado y le pide que lleve a cabo aquello de lo que es capaz, y nada más. El obediente sabe que si hace lo que le piden, y las cosas no resultan como se esperaba, el que se ha equivocado no es él, sino el que ha dado la orden.
El eterno rebelde, el insubordinado, el anárquico, el que se niega a obedecer, termina por volverse insoportable y por convertirse en piedra de tropiezo para cualquier proyecto.
Su supuesta espontaneidad se convierte en obstáculo imponente hasta para la interacción con otros individuos. El desobediente, el poco dócil, corre el riego de acabar sin familia, sin trabajo y sin amigos, ya que su propia terquedad lo aísla, lo margina, lo vuelve inútil e innecesario.