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Retroceso

  • 12 noviembre 2019 /

Nos referimos al secuestro de un conocido líder magisterial y el asesinato de un joven dirigente estudiantil de secundaria.

Víctor Meza

Mientras unos aseguran que el país retrocede, otros prefieren pensar que nos hundimos, pero, sea como sea, de todas maneras vamos para atrás, retrocedemos en el tiempo y revivimos, a veces sin darnos cuenta, experiencias que alguna vez creímos definitivamente superadas. Ha habido algo de ingenuidad en estas creencias.

Esta reflexión viene a cuenta a raíz de los últimos acontecimientos que han impactado en la conciencia colectiva y nos han hecho recordar tiempos pasados que, alguna vez, creímos sepultados para siempre.

Nos referimos al secuestro de un conocido líder magisterial y el asesinato de un joven dirigente estudiantil de secundaria. Ambos delitos despiden el mismo tufillo de las acciones criminales que caracterizaron la represión imperante en la primera mitad de la década de los ochenta en el siglo pasado.

Es como si de pronto recuperara plena vida el fantasma de los escuadrones de la muerte, que, en aplicación de la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN), sembraron el terror por la vía de la desaparición forzada, el secuestro, la tortura y la muerte de los opositores en aquellos aciagos años.

La DSN, diseño maléfico de la guerra fría, privilegiaba los intereses del Estado por encima de los valores del ser humano. Sus postulados contrainsurgentes daban sustento al terrorismo de Estado y fueron la fuente que alimentó las llamadas “guerras sucias” que se llevaron a cabo entonces en varios países del Cono Sur de nuestro continente. En Honduras fue aplicada bajo las órdenes del general Gustavo Álvarez, un militar demencial y mesiánico que se creía elegido para organizar y dirigir la tercera guerra mundial en Centroamérica. Egresado de una academia militar argentina, no vaciló en traer como asesores a sus antiguos colegas gauchos y poner en práctica el denominado “método argentino” de desaparición y muerte de los entonces llamados “delincuentes subversivos”.

La represión desatada al amparo teórico de la DSN tenía, entre otras, tres características muy notorias y básicas: era preventiva, selectiva y clandestina. Preventiva, debido a que se aplicaba para prevenir el desarrollo y fortalecimiento de los disidentes y opositores; selectiva, ya que apuntaba más a los cabecillas que a las cabezas en general, se proponía impedir el desarrollo de liderazgos “subversivos”, y, finalmente, era clandestina, pues se realizaba al margen de las instituciones del sistema de administración de justicia, lejos de los tribunales, en las llamadas “casas de seguridad secretas”.

Estas tres características, en su conjunto, conformaban la base operativa de la DSN en Honduras. Eran el eje funcional del terrorismo de Estado, que se encargaban de ejecutar los escuadrones de la muerte, todos ellos agrupados bajo las siglas siniestras del 3/16 (unidad secreta de los militares con jurisdicción mortal en las tres brigadas y 16 batallones entonces existentes). Todavía el saldo de sus actividades solo se conoce a medias: centenares de desaparecidos, muchos muertos, otros tantos torturados y sacrificados de mil maneras, crímenes de lesa humanidad que todavía siguen esperando el justo castigo.

Hoy, cuando vemos lo que está sucediendo con jóvenes dirigentes de los movimientos sociales, cuadros políticos de la oposición, activistas del movimiento popular y disidentes, sometidos al acoso de la vigilancia, objeto de la fabricación de los llamados “perfiles” (retratos biográficos de las personas espiadas o perseguidas) y, algunos de ellos, ya convertidos en víctimas fatales, no podemos menos que recordar aquellos difíciles días en que la suerte y la vida dependían de los sicarios uniformados que se desplazaban en vehículos sin placas y tenían montada una red logística clandestina, que incluía desde médicos criminales que medían el alcance mortal de la tortura hasta residencias urbanas y fincas rurales utilizadas como centros de detención y tortura. Fue una larga y siniestra noche que cubrió con un manto sangriento la vida cotidiana de la sociedad hondureña. ¿Será posible que permitamos el retorno a estos tiempos lúgubres y terribles?, ¿será posible que nuestra sociedad retroceda tanto o se hunda tan profundo mientras nosotros simplemente observamos, entre atónitos e impotentes, la debacle sangrienta? Espero que no.