23/04/2024
06:33 PM

¿Hasta cuándo?

La gente no es cobarde, pero se cansa. La rebeldía se desgasta, como cualquier forma de energía social, y obliga al necesario repliegue, pero no es la retirada final.

Víctor Meza

La pregunta flota en el aire e invade la conversación en las tertulias cotidianas. En medio de la general incertidumbre, casi todos, en algún momento del día, preguntamos o solo pensamos ¿hasta cuando?, ¿cuánto más puede resistir una sociedad, sometida al escarnio, la burla y el abuso, sin reaccionar ni mostrar, en serio y en forma sostenida, la resistencia necesaria, el coraje cívico debido y la valentía suficiente para poner fin a este desesperante estado de degradación colectiva y desintegración moral…?

Las respuestas a estos interrogantes con frecuencia nos dividen y separan, colocándonos en grupos discordantes en los que unos culpan a esa colectividad llamada pueblo, mientras otros, más discretos y sosegados, prefieren encontrar la explicación en factores históricos y sociológicos.

No son pocos los que están convencidos de que los hondureños somos un pueblo inútil, incapaz de indignarse en forma sostenida y carente de las hormonas suficientes para cambiar las cosas. En su afán por encontrar salidas, vierten su cólera en el bando equivocado y terminan viendo culpables ahí en donde están las víctimas. Se convierten, con nociva facilidad, en vendedores de pesimismo, derrotistas conscientes o inconscientes, estrategas del fracaso…

Otros, con más reflexión y conocimiento de la historia local, rechazan estas ideas y apelan al pasado, enfatizando en la naturaleza cíclica de las movilizaciones y en la calidad política de los liderazgos. No es difícil recordar las multitudinarias protestas callejeras en los días y meses posteriores al golpe de Estado, hace ya una década. O, si se quiere, las marchas asombrosas de las antorchas en contra de la corrupción a mediados del año 2015. Y ¿qué decir de las protestas que siguieron al descubrimiento del fraude electoral de noviembre de 2017? En esas tres ocasiones, la población salió a las calles y, al menos en dos de ellas, enfrentó a las fuerzas policiales y militares, mostró su genuina rebeldía y peleó con el suficiente coraje y decisión.

La gente no es cobarde, pero se cansa. La rebeldía se desgasta, como cualquier forma de energía social, y obliga al necesario repliegue, pero no es la retirada final. Es apenas un interregno para volver a acumular fuerzas y, un buen día, retornar de pronto al escenario callejero. No hay pueblos miedosos e indiferentes, hay muchos dirigentes incapaces de interpretar correctamente el sentimiento de la masa y acertar en el momento del nuevo estallido.

Demasiados líderes que no pueden hacer la lectura correcta del estado de ánimo colectivo para diseñar la consigna apropiada, el lema oportuno, la estrategia y la táctica adecuadas. Dirigir masas es algo más que una emoción pasajera, requiere ciencia y, al mismo tiempo, requiere arte, por eso se dice que la política es una ciencia y también es un arte. Demanda conocimiento, intuición primaria, pasión contenida y sabiduría popular.

Quienes conocen mejor la evolución histórica saben muy bien cómo funciona la naturaleza cíclica del descontento, la forma sinuosa en que evolucionan los hechos y se acumula el desencanto, el avance en zigzag – nunca en línea recta– de los sucesos que conforman la historia. Saben, en el caso concreto de nuestro país, que la violencia posterior a la independencia, que bañó de sangre en interminables guerras los campos centroamericanos, se prolongó en nuestro suelo hasta la tercera década del siglo XX, mientras los ciclos violentos se cerraron en el resto de la región centroamericana básicamente en la segunda mitad del siglo XIX. Pero esos ciclos se volvieron a abrir durante la guerra fría en el siglo XX, solo que esta vez Honduras no se sumó a ellos como sociedad, aunque sí colaboró como territorio.

Triste paradoja la nuestra que nos permitió evadir la violencia política de entonces para sumirnos hoy en la violencia criminal que nos aterra. Entender la aparente indiferencia de la gente ante el descalabro total de la república es condición básica para saber gestionar, cuando llegue el momento, la energía social desbordada. Si no somos capaces de leer correctamente el repliegue momentáneo, en tanto que recurso táctico, no seremos capaces de diseñar ni aplicar la estrategia debida. Cada cosa, como cada acontecimiento, parece que tienen su momento.

El reposo es apenas una forma encubierta del movimiento. La paciencia tiene sus límites y, como vemos en otros países del continente, los estallidos sociales, un día cualquiera, nos sorprenden a todos. No le demos cabida al pesimismo desmovilizador.