23/04/2024
12:13 PM

Sobre el miedo y las mentiras

Ya de adultos, tanto en el mundo del trabajo como en la vida social, las cosas no cambian mucho.

Roger Martínez

Tanto la sinceridad como la veracidad son virtudes humanas, cuya práctica es indispensable para que la convivencia social sea posible. Cuando las relaciones entre las personas se ven ensombrecidas por la ausencia de una de ellas, cunde, naturalmente, la desconfianza, se enturbia la comunicación y el interlocutor pierde credibilidad.

La experiencia nos muestra que, haciendo excepción de aquellas conductas francamente perversas o malintencionadas, la gente miente, básicamente, por dos razones: por quedar bien con los demás o porque tiene miedo de la reacción que pueda provocar la confesión de la verdad. De ahí que los niños, que suelen carecer de malicia, falten casi siempre a la verdad por temor a una reprensión o a un castigo.

Y aquí, la mayoría de las veces, el error debe imputársele más a sus padres que a ellos, ya que estos se equivocan al penalizar la sinceridad y promover el engaño cuando castigan al que ha dicho la verdad y dejan impune al que ha mentido. Al hijo que ha reconocido ser culpable de haberse “echado” el vidrio de la ventana con el balón de fútbol, es cierto, no se le ha de felicitar y se le deberá advertir sobre su descuido o irresponsabilidad; pero no se le debe castigar, pues el mensaje podría ser el equivocado y no ayudaría en su formación ética y moral.

Ya de adultos, tanto en el mundo del trabajo como en la vida social, las cosas no cambian mucho. Un jefe intransigente que no acepta los humanos errores de sus subordinados recibirá, muchas veces, informes “maquillados” o datos que no corresponden plenamente con la realidad. Y, de nuevo, la falta de veracidad en la información no solo deberá achacarse a los que expresan verdades a medias, que son, por lo tanto, medio mentiras, sino a la falta de capacidad de escucha o a la actitud poco comprensiva del que manda.

En la vida social, las faltas a la sinceridad son más provocadas por la vanidad, esa hija ridícula de la soberbia. Y no hace falta llegar a la mitomanía, basta con exagerar, con aparentar virtudes que se no poseen o con negar los defectos, aunque sean visibles desde lejos.

Obviamente, una amistad auténtica es inviable sin sinceridad, ya que la confianza es uno de sus ingredientes esenciales y la mentira acaba con ella, por eso a cualquier edad es importante reflexionar sobre la importancia de la conducta diáfana, transparente, aquella que nos vuelve fiables ante jefes, subordinados e iguales.