19/04/2024
05:13 PM

Nos guste o no

Nos guste o no, cada día estamos sometidos a su escrutinio: nos observan, nos admiran, nos critican y, lo más comprometedor, nos imitan, en lo bueno y en lo malo.

Roger Martínez

Nos guste o no, los padres continuamos siendo la influencia más poderosa que puede pesar sobre nuestros hijos. De nosotros depende que sean hombres o mujeres de bien o que se incorporen a la vida social para causar daño o para convertirse en un hampón más, de esos que hoy abundan en nuestro país y el mundo entero.

Los seres humanos, entre más jóvenes con mayor profundidad, somos influenciables. En la medida en que vamos creciendo vamos “copiando”, de aquí y de allá, gestos, vocabulario, valoraciones políticas, posturas ideológicas, visiones del mundo y de la vida, etc. Al final, la singularidad de cada uno no es más que la sumatoria de todas esas influencias que, en cada persona, se conjugan de modo diverso.

A eso le agregamos luego las propias experiencias particulares y, tal vez lo más complejo y misterioso, la personal libertad que los llevará a decidir, a tomar opciones y elegir caminos muchas veces inéditos e inesperados.

Pero, de plano, la huella que dejamos los padres es imborrable, más que una huella es como un sello, como un fierro (esto último lo entenderán mejor los que, como yo, provienen del campo y han visto marcar al ganado).

Encima, hoy nuestros hijos están rodeados de pésimos referentes. El mundo del espectáculo, e incluso el del deporte, les ofrece ejemplos de pura gente vanidosa, exhibicionista, enferma por la fama, desmedidamente ambiciosa de bienes materiales, con una vida privada escandalosa o con posturas morales francamente reprobables. De ahí que, hoy más que antes, estamos obligados a luchar por dar buen ejemplo para que nuestros hijos vean en nosotros modelos imperfectos, pero dignos de ser imitados.

Nos guste o no, cada día estamos sometidos a su escrutinio: nos observan, nos admiran, nos critican y, lo más comprometedor, nos imitan, en lo bueno y en lo malo. Así, heredan nuestras respuestas desabridas o nuestra habitual cortesía, nuestro ceño fruncido o nuestra sonrisa, nuestro mal genio o nuestra dulcedumbre.

Por eso, si queremos que el día de mañana nuestros hijos aspiren a la felicidad y a la felicidad de los que los vayan a rodear, estamos obligados a trabajar esforzadamente por ser mejores, por ser hombres y mujeres con los que resulta fácil alternar o convivir, padres y madres con ideas claras, padres y madres con conductas que luego no vayan a ser motivo de vergüenza.
No es sencillo, pero ellos no nos pidieron que los trajéramos al mundo, así que procuremos que su paso por la vida valga la pena, y eso depende muchísimo de nosotros.