24/04/2024
08:22 PM

San Pedro Sula, ciudad diferente

Otro mundo. Incluso el desorden es comprensible, porque el tamaño del aeropuerto cada día va quedando más pequeño y el número de viajeros va aumentando.

Juan Ramón Martínez

En un frustrado viaje al exterior, para celebrar el cumpleaños de mi primera nieta y presenciar un espectáculo aéreo, he estado en el aeropuerto Villeda Morales de San Pedro Sula. La primera impresión es que se ha quedado pequeño para el número de vuelos y viajeros que lo usan. La segunda es que su uso es de casi todo el día. Mientras en Tegucigalpa los vuelos ocurren mayoritariamente al mediodía, aquí la operación es de casi las 24 horas.

La tercera impresión es que los viajeros andan menos tensos que los capitalinos; se ve una seguridad menor y posiblemente más discreta que la de Toncontín, y las personalidades más importantes de la ciudad, – no veo empleados públicos – no andan con aparatos de seguridad. Y finalmente que no hay periodistas entrevistando viajeros. O personas que para mantenerse vigentes se levantan temprano y concurriendo a Toncontín consiguen la entrevista que los mantiene en los candeleros políticos, oficio que entusiasma más a los capitalinos que a los norteños que viajan al exterior usando el Villeda Morales, incluso a los viajeros de Tegucigalpa porque los pasajes son más baratos y las líneas aéreas que aterrizan aquí compiten en precio entre sí, las que además, son más numerosas. El jueves pasado vi el abordaje de Air Europa para Madrid. Era impresionante el número de hondureños que viajan a España, la mayoría de origen humilde, en cuerpo de camisa y algunos con el sombrero campesino, innecesario, sobre sus cabezas.

Otro mundo. Incluso el desorden es comprensible, porque el tamaño del aeropuerto cada día va quedando más pequeño y el número de viajeros va aumentando. Donde uno se siente mas cómodo, poco conocido y en consecuencia más relajado, mezclado entre el público, con la mayor naturalidad del mundo.

En la primera planta, uno puede tomar un café, saborear una empanada o un sandwich, con amigos y conocidos, o personas que nos han visto junto a Wong Arévalo, y que nos dan opiniones sobre el programa. Otros nos piden una foto con ellos. Una mujer joven, me dice, “es para mi mamá que es su amiga”. En el barullo que se forma en un espacio que se va quedando cada día más corto no escucho el nombre de la amiga que me recuerda con afecto. Los funcionarios de Migración son amables. Más fraternos que los capitalinos. Sonríen familiarmente y me celebran cosas que he dicho.

Ya en la sala del abordaje converso con otras personas. Recuerdo uno de ellos en primer lugar: el mejor amigo de mi sobrino Juan Ramón Funes, fallecido hace tres años que, con lágrimas, me habla de sus virtudes y de su madre, mi hermana Antonia. Y después, el gran compañero de mi ahijada Glenda Laínez, de Langue, hija de la fallecida Delcy Cruz. Y al final, dos empresarios que me preguntan por qué los políticos son cada vez más tontos. Como no tengo respuesta, les cuento que no valoramos las oportunidades porque caminamos viéndonos los zapatos. Sorprendido, uno me dice que nunca lo había pensado. Lo llaman para abordar y nos decimos adiós.