Desde muy joven, por formación familiar y por ser nativo de Olanchito, he sido muy amiguero. Guardo en mi corazón y me comunico constantemente con amigos campeños, compañeros de la escuela primaria, secundaria y universitaria, por ello nombrarlos es un riesgo, por las trampas de la memoria y los olvidos inevitables que trae la edad, y porque personas a las que no les dispensamos el afecto que se merecían no las incluimos, ya que no supimos cuánto nos quisieron, igual que con los odiosos. Tengo enemigos también, ganados en el ejercicio del oficio de escritor, y otros, en forma merecida, por mi arrogancia y por no haberles dado el cariño que reclamaban, que, por debilidades, no pude descubrirlo a tiempo.
Por eso quiero en uno solo honrar a todos, ya que no vive y porque en vida nos honró a todos, falleció el 14 de febrero de 2011 en un accidente aéreo, ocurrido en las cercanías de Tegucigalpa.
Carlos nació en Olanchito en 1941. Fue el primer hijo de Elsa Chahín y Emilio Chahín. Fuimos compañeros durante los seis años de la primaria en la Modesto Chacón, la escuela de varones de la Ciudad Cívica, e invariables amigos. Gracias a esa invariable relación, que empezó siendo escolares, me aproximé a los manjares de la comida oriental. Doña Elsa me quiso mucho. Su muerte en 1964 todavía me duele. Tengo el recuerdo auditivo de las piedras indiferentes golpeando el ataúd que contenía sus restos generosos. Años antes, en sus manos generosas, descubrí que la gastronomía era cuestión de imaginación, puesto que las mismas cosas de las que disponía una familia pobre como la mía en sus manos se tornaban en verdaderas delicias para el paladar.
Con Carlos nos veíamos todas las mañanas. A las 6:00 am de cada día escolar llegaba raudo en su bicicleta a comparar sus tareas conmigo. Fue junto con Tomas Meléndez, Menelio Maradiaga y Luis Alonso Ocampo uno de los mejores alumnos. Tan fuerte era la relación que todos nos sentábamos en dos bancos contiguos, unidos, y recibimos –nunca entendí si era un halago o una burla– el apodo de Los Mentalistas, ya que lográbamos las mejores notas de todos los grados.
En 1955, cuando Carlos empezó sus clases en el instituto Francisco J. Mejía, nos separamos. Mis padres dijeron que no tenían dinero para la colegiatura, eran 12 lempiras mensuales. Obediente, durante todo ese año, me quedé en la Jigua, –campo bananero– haciendo tareas familiares, cuidando una milpa de los loros voraces, haciendo bozales para las mulas que cargaban los bananos de la finca a las bacadías y leyendo semanalmente Bohemia, revista que se editaba en Cuba y que me abrió los ojos al mundo.
Ese año fue infausto para Carlos y William, Georgete, Alma, Widad y Nicolás porque falleció su progenitor, Emilio Chahín. Dentro de la obligada solidaridad, la familia fue dispersada: unos trasladados a Belén, Palestina, y Carlos y William, los mayores, a Colombia. Cuando alcanzó Carlos la mayoría de edad, junto con William regresaron a San Pedro Sula, donde se emplearon como vendedores ambulantes en una fábrica de camisas, hasta que William enfermó de paludismo. Después fundaron la tienda Don Juan en SPS. Una vez intenté entrar y saludarlos, pero me derrotó la timidez, tuve miedo que no me reconocieran.
En 1987 nos reencontramos en la casa de Felipe Ponce, en Jardines del Valle, donde me celebraba junto con Altagracia mis cumpleaños. Allí volvimos a vernos. Como si el tiempo no hubiera pasado volvimos a ser los amigos de siempre. Cuando falleció, Isabel Victoria, su esposa, me pidió que recogiera sus restos, cosa que con mi hijo Juan Fernando hicimos. A la 1:00 am entregué, herido en lo más profundo, el cadáver de uno de los mejores amigos que la vida me ha dado. Su recuerdo ahora es un homenaje para todos los que sobreviven en diferentes lugares del país. Abrazos fuertes.