Y no digo que la vida y los años no me hayan ayudado a darle la razón a mi padre, de hecho, cuando a los diecisiete decidí estudiar Literatura tenía claro que no estaba haciendo la elección que habría hecho alguien que aspirara a volverse rico. Es más, mi madre intentó convencerme de que no lo hiciera y, entre ella y un par de amigos, logró que me matriculara en Arquitectura, yo que aún soy incapaz de trazar una línea recta sin la ayuda de una regla. Dos meses estuve en esa carrera; me encantaron las clases de Sociología Urbana e Historia del Arte, pero fui incapaz de despejar una ecuación o imaginar unos espacios armónicamente distribuidos. Así volví a lo mío, a lo que he dedicado gran parte de los últimos treinta y nueve años de mi vida.
Toda esta disquisición personal viene a que cuando examino mi entorno no siempre encuentro eco a la idea que sembró en mí mi padre: abunda la gente que piensa que las humanidades, que las artes, son para gente sin aspiraciones, incluso para vagos, para hippies sin oficio ni beneficio; que dedicarle tiempo a la literatura, a la filosofía o a la historia es una pérdida de tiempo, que lo que vale la pena estudiar es aquello que enseñe la manera más rápida de hacer dinero, que la gente más poderosa ni siquiera terminó sus estudios universitarios.
Lo último, por cierto, es más una excepción que la regla, no engañemos con eso a las nuevas generaciones.
Y, peor aún, el desprecio a las ciencias que nos hacen personas, seres humanos, incluye el rechazo a la ética, a la ciencia que nos enseña a distinguir el bien del mal, a la definición de una correcta jerarquía de valores, por eso el mundo está al revés, por eso hoy más que nunca el dinero es el más poderoso caballero, por eso ser ladrón o sinvergüenza está de moda.