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La condición humana

  • 22 noviembre 2018 /

Víctor Meza

Los fenómenos sociales, al igual que los naturales, tienen la extraña condición de poner a prueba la condición humana y sacar a flote los vicios y virtudes que, en permanente contradicción íntima, habitan en nosotros. Las catástrofes naturales, como las convulsiones sociales, remueven las fuerzas profundas de la naturaleza o estremecen y agitan las pasiones humanas.

El huracán Mitch, un desastre natural de proporciones bíblicas, estremeció los cimientos profundos del país, sacando a flote la basura de las alcantarillas y mostrando también la podredumbre moral de muchos compatriotas. Pero, al mismo tiempo, también removió los sentimientos más nobles de la gente y mostró los alcances benéficos de la solidaridad humana. Vicios y virtudes, bondad y mezquindad, egoísmo y compasión, todos juntos en amalgama revuelta y en lucha permanente. Es parte de nuestra condición humana.

Se me ocurren estas reflexiones al ver las escenas de nuestros compatriotas emigrantes, curtidos por el sol, cansados por la prolongada caminata, persistentes y obstinados en su afán por llegar a lo que muchos consideran, entre ilusionados y ansiosos, la esperada tierra prometida, el espacio vital para sus sueños y utopías. A lo largo del camino, manos amigas de los más les ofrecen pan y abrigo, agua para la sed colectiva, abrazos solidarios. Pero, también, bocas vociferantes de los menos les insultan y ofenden, conminándolos a abandonar el territorio ajeno y volver a su patria dolorosa.

Ambas actitudes son, cada una a su manera, manifestaciones concretas de la condición humana. Tanto el que tiende su mano como el que muestra el puño, expresan sin quererlo lo esencial de su alma y los alcances de su intrínseca maldad o elemental nobleza. La xenofobia, el odio hacia el forastero, es una de las peores manifestaciones de la perversidad humana. Se basa en la exclusión, en el rechazo a la diferencia, sin saber que precisamente es la diferencia lo que nos hace iguales a todos los seres humanos. La intolerancia hacia el extranjero nos conduce, más temprano que tarde, al chauvinismo, forma perversa y grotesca del patriotismo mal entendido. Leopold Senghor, el poeta africano que se convirtió en el primer presidente de Senegal independiente en 1960, acuñó el término “negritud” para hacer referencia a la esencia y maltratada identidad del alma africana. Pero también solía utilizar el concepto de la “otredad”, para enfatizar en la diferencia como punto de partida de la igualdad. Identidad y diferencia, similitud y disparidad, términos o nociones que expresan el laberíntico universo de la condición humana.

El éxodo impresionante de miles de centroamericanos, especialmente hondureños, que huyen de las condiciones adversas de sus lugares de origen, es un fenómeno social que, como sucede también con los fenómenos naturales, remueve el fondo de las cosas y saca a la superficie lo bueno y lo malo que habita en nosotros, la porquería que agrede la naturaleza y la maldad que corroe el espíritu de muchos. Sin proponérselo, los migrantes han evidenciado ante el mundo el desastre humano que produce y reproduce la corrupción, han mostrado las consecuencias de soportar gobiernos ineptos y corruptos. Al mismo tiempo, sin quererlo, han abierto la puerta para que reaparezcan los demonios del nacionalismo intolerante, el desprecio racial y el rechazo a los pobres. Qué triste el espectáculo de unos cuantos centenares de pobres insultando y agrediendo a otros pobres como ellos, en tránsito obligado por territorios ajenos. Qué lamentable oír de nuevo los insultos racistas que, involuntariamente, nos recuerdan tiempos que creíamos ya superados: el antisemitismo y la violencia nazi contra los judíos; los violentos “pogroms” o cacerías de judíos en la Rusia zarista; el odio y el rechazo de los blancos ante los negros; el despreciable apartheid en África del Sur; la generalización absurda e irracional contra el islam y las diferentes corrientes musulmanas, hasta llegar a esa visión intolerable que ve en los emigrantes la variante infernal de la “invasión parda”…

El éxodo de los emigrantes nos recuerda que la historia suele repetir sus ciclos, casi siempre trágicos y con frecuencia grotescos. Una vez como tragedia y otra vez como farsa, escribió Carlos Marx parodiando a su viejo maestro Hegel. Y también, el mismo autor, comparó con acierto el silencioso trabajo de los topos con las corrientes ocultas de la historia. Por lo visto, el viejo topo ha reaparecido en Centroamérica.