16/04/2024
09:46 AM

Siembra a largo plazo

Roger Martínez

Me pasa, y sé que a muchos otros padres de familia también, que a veces me siento frustrado cuando alguno de mis hijos se comporta de una manera distinta a aquella que hemos tratado de fomentar en casa o cuando hace algún planteamiento que contradice alguno de los valores que hemos procurado transmitirle desde muy pequeño. Cuando eso sucede intento reflexionar sobre la deficiencia que pudo haberse dado en su formación o en las influencias ambientales que pudieron calar en su visión del mundo y que resultó imposible evitar.

Al final termino por caer en cuenta de que aquello de que los hijos son tan nuestros como de los tiempos es una verdad innegable y, además, que la libertad humana es uno de los más grandes misterios con los que debemos convivir; sin embargo, no por eso me doy por vencido. Estoy firmemente convencido de que la educación familiar deja un sedimento rico y positivo en la vida de los hijos y que de lo que los padres tratamos de transmitirles nada se pierde. Lo que sucede es que la nuestra es una siembra a largo plazo y los frutos de esa educación no los cosecharemos nosotros, serán sus cónyuges, sus propios hijos, los colegas en el trabajo, la gente con la que se van a ir encontrando a lo largo de su existencia los que van a disfrutar de esa siembra desinteresada que realizamos desde que nacen.

Cuando son pequeños, y más moldeables, vemos con mayor facilidad cómo adquieren buenos hábitos y absorben nuestras ideas; luego, durante la adolescencia, nos entra cierto desconcierto porque llegamos a tener la impresión de que hemos “arado en el mar”, y es hasta que crecen y, en la mayoría de los casos, se han marchado de casa que empezamos a darnos cuenta de que aquel repetido martilleo que nos ha servido de estrategia para que aprendan a ser ordenados, sinceros, respetuosos o responsables dejó suficiente poso, suficiente sedimento, repito, en su alma, como para que influya sobre sus decisiones, sobre sus gustos, sobre sus opiniones.

Evidentemente, los padres psíquicamente sanos queremos que nuestros hijos sean felices y estamos claros de que solo van a poder serlo si son buenas personas.

Y para ser buenas personas deben ser hombres y mujeres rectos, poseedores de una sólida conducta ética y, por lo tanto, confiables, gente de la que se pueda depender. Y, para que eso suceda, debemos tener siempre la intención de formarlos correctamente y el suficiente desprendimiento como para reconocer que, insisto, no nos tocará disfrutar de los beneficios de su formación, sino a otros, así de extraña es la vida.