Sonia Iris Quesada era guapa, amable, inteligente y cariñosa. Fue una de mis compañeras durante la secundaria, en el Francisco J. Mejía de Olanchito en los años 1956-1960. Hicimos juntos la carrera de Magisterio graduándonos en el mes de noviembre de 1960. Destacaba mucho por su personalidad, su belleza de mujer de piel canela, sus ojos vivos, su acento peculiar al pronunciar las palabras y su fuerte disposición para los asuntos artísticos, en lo que ella hacía de actriz y declamadora en las obras teatrales colegiales. Declamaba muy bien, cantaba con mucho éxito canciones de Cuba y México, y bailaba con gracia, como ninguna otra de mis compañeras. Y además, era una excelente estudiante que casi siempre cursaba todas sus materias con notas excelentes.
Fue hija de Ramón Quesada y de Menalia Bardales, prima hermana de mi madre, doña “Mencha”. Y hermana de Lisandro, Prospero, Norma, Víctor Manuel, Santos Wilfredo y José Luis Quesada. Como nuestros abuelos eran hermanos de padre y madre, muy queridos entre sí, la relación fue muy cercana y constante. Facilitada por el hecho que nuestras casas quedaban muy cerca. Ella era miembro de una familia singular. Lisandro era el poeta rebelde de la ciudad, autor de versos populares como “Canto a Honduras”; de Norma que organizaba veladas en el barrio, a las que concurrían espectadores de toda la ciudad. De Prospero, conocido como Popito, extraordinario narrador oral y bailarín de singularidades habilidades; de Víctor Manuel (Mey) poeta tardío de cálidos acentos, y José Luis, el más joven pero, entre todos sus hermanos, el poeta más reconocido en todo el territorio nacional, Premio Nacional de Literatura “Ramón Rosa”. Juan Carlos, su hijo mayor, también es un poeta muy valioso
Después de algunos años de ejercicio magisterial, viajó a la capital en donde se graduó de abogada. Concluidos los estudios, regresó a La Ceiba en donde recientemente —un poco más de cuarenta días— acaba de morir, víctima de una dolorosa enfermedad que la mantuvo atrapada en el potro del dolor y los sufrimientos, durante muchos años. Víctor Manuel me llamó por teléfono para informarme de la infausta noticia. Pensé mucho en ella y en las cosas que vivimos juntos. Inmediatamente llamé a los compañeros comunes para darles la noticia.
Cuando conocí de las primeras urgencias del amor, me parecía —enseñanza de los intelectuales que nos animaban— que el baile era una pérdida de tiempo que no iba bien con la opción literaria que, siguiendo a Ramón Amaya Amador, Lisandro Quesada y Juan Ramón Fúnez Herrera, había hecho para entonces. Por lo que la primera novia siempre era en las fiestas “atendida” por mis compañeros que no disimulaban sus burlas, bromas e insinuaciones, mientras circulaban cadenciosamente en mis alrededores. Hasta cuando llegó el momento en que no pude más. Hablé con Sonia para que me enseñara a bailar. Aunque ella era una buena maestra, no fui buen alumno suyo. Como dice Nora, nunca logró que aprendiera lo suficiente. Sin embargo, lo poco que puedo hacer en estos asuntos sociales, se lo debo a ella.
Imposibilitado de acompañar a la familia en su entierro y tampoco en la misa que en su honor oficiaran en una Iglesia de Tegucigalpa el sábado pasado, expreso a sus hijos Juan Carlos —con el cual mantengo frecuentes relaciones— Fernando, Víctor, Irina, Lisandro y Dilcia, las muestras de mi afecto y cariño en este doloroso paso de su madre a la vida eterna. Igualmente a sus hermanos Víctor Manuel y José Luis, la solidaridad de quien les considera muy cercanos a su corazón, bajo la seguridad que Dios nos favoreció mucho al permitirnos conocer a una mujer extraordinaria como lo fuera Sonia Quesada Bardales, cuyo recuerdo está vivo en todas las flores que embellecen las casas, en la sonrisa de los niños alegres, en el sonido de las viejas canciones y en las películas en donde, las mujeres fuertes, se imponen ante la bravura anormal de los “machos” que pretenden dominarlas. Que descanse en paz la mujer bella de mis recuerdos y la compañera inseparable de todos los tiempos.
*Historiador y analista político