Todo París y toda Francia hierven de admiración por esta joven francesa que se halla en la cúspide de su triunfo. Los ojos femeninos de las bellas muchachas de los Campos Elíseos y del boulevard Saint Germain la contemplan con envidia y con emulación. Los jóvenes de Montmatre o de la Madeleine han llegado en su locura hasta la adoración de la artista. Es ella, por su frágil y refinada belleza, la ruina de los teatros de Vaudeville o de la Renaissance. No tiene rival en su seducción. Para contemplarla, llegan desde Rusia los grandes duques o retrasa su regreso el rey de Inglaterra.
Sin embargo, Eva Lavallière, adulada, adorada, saciada en sus últimos caprichos femeninos, ahogada en sus propios triunfos, se muere de tedio y hastío. Una noche huye del teatro por una puerta de servicio y se arroja al Sena. Y al obrero que logra sacarla de las aguas frías del río, le confiesa mientras le lleva a su casa: “¿Sabes quién soy? Una huérfana perenne. Una muerta de hambre a quien en vez de alimento sano que necesitaba, le dieron hongos y espuma de champagne. La saciedad aumenta el hambre. He llegado a convencerme de que todos sentimos una ansia inconfesable que nace en la raíz de nosotros mismos, algo insatisfecho que nos empeñamos en engañar con embriaguez de placeres... Pero la saciedad cada día se vuelve más honda. La experiencia del vicio no enriquece, sino que destruye, aniquila, devora...”.
¿Se le puede agregar algo a esto? Creo que no. El mensaje está claro. Cambiemos la pregunta entonces. ¿Aprendemos algo de este drama? ¡Claro que sí! Que solamente en Dios seremos capaces de alcanzar la felicidad. Por hablar como el teólogo, “esta es una verdad de la más elemental filosofía natural”. Sabía Larrigaudie lo que decía cuando exclamó: “Sólo su luz y su amor puede contentar y saciar nuestro pobre corazón, demasiado grande para el mundo que nos rodea”. El que tiene oídos para oír, que oiga.