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Brasil no tiene dueño

  • 25 octubre 2014 /

En estas elecciones, el nombre de Brasil y de quién deberá gobernarlo en los próximos cuatro años ha sido pronunciado más que nunca. ¿De quién es, sin embargo, esta nación de más de 200 millones de habitantes, corazón del continente y en donde, hasta el domingo, tendrán puestos los ojos buena parte del mundo?

¿Es de los políticos que se arrogan a veces su derecho de propiedad? ¿Es del Gobierno que administra y a veces saquea sus riquezas para su provecho personal o de grupo? ¿Es de los bancos y empresas? ¿De las fuerzas del orden? ¿De los jueces? No. Brasil no tiene dueño. No lo tienen sus inmensas riquezas materiales y culturales; no tiene dueño su gente, que son ciudadanos libres de pensar, votar, y los cuales no aceptan ningún tipo de esclavitud.

Ese Brasil tan codiciado estos días por todos no es de nadie y de todos. Dueños del país son todos los que en él nacieron y trabajan. Es de la gente: son los hombres y mujeres, niños, jóvenes y jubilados quienes tienen el derecho de sentirse dueños de Brasil.

De esos millones de ciudadanos, ninguno es mejor ni más poderoso que otro. Lo revela el hecho de que un solo voto, sea el del mayor millonario o del más pobre ribereño de la Amazonia, sería capaz de decidir unas elecciones presidenciales. Es la grandeza de la democracia, que concede a cada ciudadano, sin distinción, un voto con el mismo peso y la misma fuerza de decisión.

Son las dictaduras las que despojan a los ciudadanos del derecho de votar y de decidir su futuro. Las dictaduras o los gobiernos que llamamos democráticos se las arreglan para comprar los votos al precio de la corrupción. En los gobiernos tiranos son los políticos y no la gente los dueños del país y se arrogan el derecho de usarlo a su gusto y antojo.

Brasil es un país que tiene hoy en el mundo el privilegio de gozar de una democracia que, aunque muchas veces enferma y sofocada, es real y en la que sus gentes tienen voz y voto. Quizá sea poco, pero es cierto, pues es mejor que muchos de los países dictatoriales del mundo; entre los que se incluyen algunos del continente. Y es la democracia la que otorga no solo igual dignidad a cada ciudadano sin que pese su cuenta en el banco o sus títulos de estudio, sino también el derecho de sentirse dueño del país.

Considero cierta la afirmación que he leído en no pocas cartas de lectores en periódicos y redes sociales de que Brasil es mayor, más importante, más rico y hasta más ético que sus políticos y que todas sus elecciones. No deberían olvidar los que pretenden gobernar el país y que a veces caen en la tentación de sentirse sus dueños y herederos que los verdaderos propietarios, los que lo construyen día a día, los que hacen que crezca, que se modernice, que haya comida y libertad para todos, que se viertan menos lágrimas o que se enjuaguen mejor, son la gran masa de trabajadores.

Los propietarios de Brasil son esa caravana inmensa de personas de todas las edades y categorías, desde las más humildes a las más favorecidas, que cada día dedican su jornada laboral para sustentar a su familia, para hacer avanzar su pequeña o gran empresa. A veces me encuentro preguntándome a mí mismo qué sería de una ciudad sin aquellos que realizan las tareas más ingratas, desde los que recogen la basura a los que tienen que dormir de día porque necesitamos que vigilen o se encarguen de que tengamos temprano en la mesa el pan caliente para el desayuno.

Nos olvidamos a veces que los que construyen este país no son solo los poderosos, los ingenieros o arquitectos, los médicos famosos, sino esa multitud sin nombre de trabajadores de la construcción o del campo, esos miles y miles de enfermeros y enfermeras que vigilan día y noche nuestra enfermedad; esa masa de profesores que con sueldos a veces de hambre (mis padres pertenecían también a esa categoría nunca justamente valorizada) cuidan de lo más precioso que tenemos como lo es la mente de nuestros hijos.

Que cada brasileño vaya a votar con la conciencia de que él y nadie más que él es dueño del país porque lo construye cada día con fatiga y con orgullo. A veces con dolor, otras con alegría. Resignado a veces y también airado e indignado, pero siempre con el corazón puesto en conseguir un país mejor del que nadie, dentro o fuera de él, tenga que avergonzarse. (EL PAIS)