24/04/2024
12:27 AM

La guerra contra las drogas

San Pedro Sula, Honduras.

El pasado primero de agosto se cumplieron seis años de la firma de la llamada Declaración de Cartagena, un documento suscrito en el marco de la Cumbre Regional sobre el problema mundial de las drogas, celebrada en esa ciudad colombiana a finales de julio y principios de agosto del año 2008. Participaron los Jefes de Estado y/o de Gobierno y los Jefes de Delegación de los países del Caribe, Centroamérica, Colombia, México y Venezuela. Me tocó representar a Honduras en nombre del entonces Presidente Manuel Zelaya, quien no pudo asistir al evento.

En esa reunión, los delegados participantes discutimos ampliamente sobre lo que debería ser una política latinoamericana y del Caribe en materia de drogas, alejándonos cada vez más de las políticas de certificación promovidas por Estados Unidos, según las cuales, cada año, Washington “certificaba o descertificaba” a los países restantes en materia de lucha en contra de las drogas. Los expertos del Departamento de Estado decidían sobre quien lo estaba haciendo bien y quien lo estaba haciendo mal, convirtiéndose así en jueces y parte en un asunto tan sensible como controversial.

La búsqueda de una posición común, más “latinoamericana”, se orientaba, entre otras cosas, en el sentido de redefinir los criterios en base a los cuales se calificaba o descalificaba a los países productores, consumidores o de tránsito, modificando los indicadores y reivindicando los principios universales, refrendados por la Organización de las Naciones Unidas, en materia de lucha contra el narcotráfico: a) responsabilidad común y compartida; b) soberanía de los Estados; c) integridad territorial; d) no intervención en los asuntos internos de los Estados; e) enfoque integral, equilibrado y participativo, con base en los esfuerzos colectivos, y f) cooperación bilateral y multilateral (Convención de Viena de 1988).

En materia de indicadores, por ejemplo, la mayoría de los delegados coincidimos en que no basta medir el volumen de droga decomisada (kilos o toneladas de más o de menos) para calificar la eficiencia de un país determinado en la lucha antidrogas. Es preciso sumar y valorar especialmente otros dos indicadores adicionales: a) la cantidad y el valor de los bienes decomisados, y b) el número de jefes narcotraficantes capturados, sometidos a juicio y condenados. La revaloración de estos indicadores es muy importante y concede una nueva dimensión al análisis de la lucha contra el tráfico de drogas en cada país concreto.

Estas reflexiones vienen al caso en relación con los últimos acontecimientos en materia de lucha antinarcóticos que han tenido lugar en nuestro país. Desde mediados del año pasado, es decir en el último semestre del gobierno anterior, se han venido llevando a cabo importantes incautaciones (“aseguramientos”) de bienes materiales e intervención de cuentas bancarias de conocidos personajes del submundo del crimen organizado. En los últimos meses las acciones de intervención y aseguramiento se han intensificado, estimuladas o demandadas por un poder externo ante el cual no valen mucho las poses autonómicas o los reclamos de supuesta soberanía. El “patriotismo” de campanario se queda en el segundo plano, dando paso a la presión, legítima por lo demás, del país que encabeza el consumo de drogas a nivel mundial. La sociedad hondureña, que ya debería estar curada contra el espanto, no acaba de asombrarse ante las millonarias “inversiones” de los jefes “narcos” en los más variados rubros o sectores de la economía nacional. Mansiones y palacetes llenos de lujo pueblerino, espejo directo del “buen gusto” recién adquirido por los nuevos ricos; vehículos de marca; colecciones millonarias; armas diversas remachadas en oro; animales exóticos, pinturas de calidad dudosa y numerosas haciendas y fincas distribuidas por toda la geografía nacional. Es la fortuna amasada con el tráfico de las drogas, con la muerte lenta de los adictos y, por supuesto, con la sangre de los miles de víctimas que mueren cada día en las calles y veredas de nuestro país.

Pero, a pesar de los aspavientos y el escándalo comprensible que rodea estas acciones de incautación, los hondureños nos quedamos siempre con la duda inevitable: ¿por qué nunca se captura a los dueños de estas propiedades, por qué las cuentas bancarias aparecen vaciadas y vacías al momento de su intervención, por qué las mansiones y residencias de lujo han sido previamente desocupadas, como si una voz proveniente de alguna “garganta profunda” avisara con antelación sobre las acciones en marcha y diera la voz de alerta a los dueños y ocupantes de las propiedades y bienes…? Son preguntas legítimas y, aunque no siempre salen a la luz pública, ello no supone que estén ausentes en las tertulias de los amigos, en las pláticas de los vecinos o en las confidencias de las alcobas. La sociedad entera se formula estos interrogantes y, aunque todavía lo hace en forma sorda y soterrada, espera y exige respuestas.

Mientras persistan las dudas y reine cierta confusión en torno a la lucha en contra del narcotráfico, la legitimidad de tales acciones seguirá en precario y su credibilidad será difusa. Para quienes lo dudan, vale la pena recomendarles leer con ojo cuidadoso las recientes declaraciones del Presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, reconociendo el fracaso de la lucha contra las drogas librada en los últimos años. Es la opinión de un hombre que sí sabe de lo que habla y que tiene la experiencia suficiente para opinar sobre estos asuntos. Siempre es bueno aprender de la experiencia ajena. El reciente sexto aniversario de la Declaración de Cartagena es ocasión propicia para retomar el tema del narcotráfico y reflexionar con nuevos ojos sobre su marcha y destino.