Una frase de Peter Handke, Premio Nobel de Literatura 2019, lanzada a modo de desafío, podría resumir la expedición literaria del autor austriaco: “Vivo de aquello que los otros no saben de mí”.
“La Academia sueca fue muy valiente al tomar este tipo de decisión. Son buenas personas”, afirmó tras conocer que era el ganador del galardón. En el suburbio de París donde reside, el escritor ha añadido que “después de todas las polémicas” por su trabajo, esta decisión le “ha sorprendido”.
Handke pertenece a la camada intelectual de los que hacen de la escritura un testamento incendiario, una diatriba contra las convenciones. En este sentido, su actitud y su obra tienen un punto de intersección con la de otro austriaco también irritante, Thomas Bernhard, con el que Handke mantuvo una relación de distancias, pero ejemplo brutal de una literatura que arremete contra las hipocresías de un país, Austria, que está en la diana de ambos.
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Igual sucede con otra premio Nobel de Austria, Elfriede Jaelinek.
Los dos escritores comparten no solo territorio, sino una misma avería por sus infancias zarandeadas y por una juventud marcada por lesiones sagradas en la que descartaron cualquier tentación de aceptar los peajes de la convención burguesa, y siempre a la contra.
Handke es el resultado anómalo de una generación que en Austria (nació en 1942 en la región de Carintia, cerca de la frontera con Eslovenia) padeció la vergüenza de haber sido cuna del nazismo y sus consecuencias.
Desconfía
Handke afirma no apreciar cambio en su escritura desde los años 60 hasta hoy. Aunque asegura que con la edad desarrolló una gran desconfianza por las frases cortas. 'Hoy hay muchos libros con frases cortas, en cada dos frases hay un párrafo. Así no se puede leer', dice. |
En 2006 renunció al premio Heinrich Heine que le habían concedido poco antes en Düsseldorf.
La polémica que desató la concesión a Handke le llevó a devolverlo porque prefería no ver su obra “sometida una y otra vez a los insultos plebeyos de semejantes políticos”.
La decisión del jurado activó una corriente generalizada de rechazo a la actitud de Handke en favor de Serbia en la Guerra de los Balcanes, del lado de Slodoban Milosevic, juzgado como criminal de guerra en La Haya, a cuyo entierro fue Handke y donde pronunció unas palabras de elogio.
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Durante años el silencio y la invisibilidad fueron los aliados de Handke, que aceptó salir del foco sin hacer de aquello un chuleo marginal.
Sencillamente se dedicó a escribir, como siempre. El talento le ha salvado incluso de sí mismo. En 1966 despuntó como un joven capaz de hacer palanca con los menudillos de la sociedad austríaca cuando estrenó su primera obra de teatro, Insultos al público. Dejó esa tarjeta de visita como señal de alerta. Venía a reconsiderar la vanguardia y la experimentación como norma.
El reconocimiento, sin embargo, le llegó con una novela: El miedo del portero ante el penalti (1970). Dos años después entró a saco en su intimidad con Desgracia impeorable, una novela donde recrea la vida y el suicidio de su madre a los 51 años, cuando le diagnosticaron una enfermedad sin salida: “A partir de ese momento empecé a ver a mi madre tal como era. Hasta entonces me había estado olvidando siempre de ella; todo lo más, de vez en cuando, sentía una punzada al pensar en la estupidez de su vida”.
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Tiene instinto, en su soledad grande, para encontrar siempre las mejores corrientes de aire. Es un caminante infatigable. Ha recorrido España a pie, en autobuses de línea, en viajes furtivos que le han llevado de Linares a Aranjuez, de Valencia a la sierra de Gredos.
Ha dedicado 12 libros a su relación con España, y un volumen misceláneo de crónicas de sus viajes españoles: Peter Handke y España. En 2017, la Universidad de Alcalá de Henares le concedió el doctorado ‘honoris causa’ y unas horas antes exclamó algo que pocos esperaban de alguien como él: “Lo de Cataluña da miedo”. El arte, para este hombre, es una forma larvada de decir, a su modo, su verdad.
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