24/04/2024
12:27 AM

Sobrevivió a las torturas de la vieja policía de investigación

El lustrero Leonardo Fletes, fue maltratado por la vida y por la policía.

San Pedro Sula, Honduras

A los 12 años de edad, Leonardo Fletes lustró el primer par de zapatos ajenos y todavía sigue, a sus 58, trabajando en ese oficio, ahora junto a su compañera de hogar Enma Castro. Ambos forman el único matrimonio dedicado a sacarle brillo al calzado de los sampedranos bajo los alerones construidos para ese fin en las cercanías del parque Luis Alonso Barahona.

Tras ser lanzado de su casa siendo niño, Leonardo se vio obligado a deambular por las calles haciendo lo que fuera para ganarse el bocado diario.

Mientras hace chirriar un par de zapatos con la tira de lana, Fletes recuerda los tiempos aciagos cuando le tocaba dormir en los cajones que usaban los lustrabotas del parque para guardar sus utensilios. Por eso dice que su casa ha sido su centro de trabajo desde que los lustreros tenían su puesto en el parque, frente a la catedral, antes de ser trasladados al sitio donde ahora ejercen su labor.

No era un niño mal portado, pero su familia lo echó a la calle, porque decía que por culpa de él su abuela había muerto de un infarto. El caso es que la viejecita lo estaba castigando por una de sus travesuras cuando cayó como fulminada de la cólera. Ese fue el pecado del cipote.

La calle fue su casa

“Cuando me aburría de lustrar me iba a Tegucigalpa a vender relojes, pero siempre volvía a San Pedro”, dice Fletes, quien deja ver en su antebrazo izquierdo el tatuaje mal hecho de una cobra. Me lo hice en el presidio, como no tenía nada que hacer me ponía a pincharme el pellejo con una aguja”, responde cuando le preguntamos por el dibujo incrustado en su epidermis.

Tiene otros tatuajes ocultos bajo su ropa, entre ellos el de una rata en la parte baja del abdomen que no enseña por nada, pero sus compañeros se lo vieron una vez que andaba en calzoneta. Desde entonces le dicen Ratón.

“No por buena ficha estuviste en el presidio”, le dice bromeando un cliente que está atento a la plática. Fletes, no se ríe, más bien adquiere un gesto de seriedad para relatar lo que él considera fue una injusticia que hicieron con él cuando tenía unos 15 años. “Me echaron el clavo de un delito que no había cometido”, comenta.

El encierro injusto que le dieron por tres o cuatro años, le lastimó el alma, pero las torturas salvajes que le aplicaron para que se hiciera cargo del delito que no había cometido, casi le quitan la vida, según su relato.

Eran los tiempos de la tenebrosa Dirección de Investigación Criminal que la gente conocía como el DIN, de la que nadie salía libre de culpas después de pasar por sus celdas.

“Aunque uno fuera inocente, tenía que cantar por miedo a no salir vivo”, comenta Fletes.

A él le hicieron varios de aquellos “maquillajes” como llamaban a las torturas en el argot policial, entre ellos uno conocido como la capucha. “Me ponían un hule con cal cubriéndome la cara y luego me amarraban como garrobo las manos. Después, dos hombres se subían sobre mí y comenzaban a jalar el hule. Sentía como que me arrancaban la garganta”.

Dice que cuando sentía que se estaba ahogando clamaba con señas que pararan, pero como no confesaba lo que ellos querían, lo volvían a “maquillar”. También lo colgaron de los pies y lo zambullían en un barril con agua y dentro ponían un alambre con electricidad. Se retorcía con cada toque eléctrico que transmitía el agua. “Por esa época los menores no valían nada”, dice para hacer notar que no había derechos humanos que valieran.

Los gritos de los torturados eran ahogados en la quietud de la noche por una consola que los juras del DIN ponían a todo volumen al momento de hacer su “trabajo”. La tortura más leve era “la tabla del siete” que consistía en siete reglazos que le daban al detenido en las partes más sensibles de su anatomía.

Tras sacarle la confesión lo mandaron al presidio y de aquí al Centro Juvenil de Jalteva en Cedros de donde salió con “el título” de albañil, pero siguió en la lustrada. Fue él quien introdujo en el oficio a su compañera Enma Castro después que la conoció lavando trastes en un restaurante chino.

Entonces dejó la incertidumbre de las calles por la seguridad de un hogar aunque la segunda casa de ambos sigue siendo la sede de los lustreros. Lo único que ahora aqueja a Fletes es un dolor de espalda que lo está obligando a retirarse. No sabe si es por el tiempo que pasa encorvado frente a un par de zapatos o por las “maquilladas” que le dio el DIN.