23/04/2024
05:16 PM

Sor Consuelo, la misionera de los niños pobres

La religiosa lleva más de 18 años al servicio de la niñez sampedrana.

Camina en medio de cientos de casas con paredes de láminas de cinc, cartón y nailon. Al llegar al jardín en el bordo de Las Brisas, en San Pedro Sula, se asoma a la puerta. Los infantes al notar su presencia corren a resguardarse en sus brazos. Sor Consuelo Martínez es una misionera que lleva más de 57 años dedicando su vida al servicio de los más desposeídos. Hace un esfuerzo por no caer y entre risas responde el saludo.

Su figura se ha encorvado por los años, su cabello negro se ha teñido de blanco, pero mantiene intacta su vocación de servir y su alegría.

Desde 1995 trabaja con la niñez sampedrana en los kínderes que ella fundó y que aún dirige. Era una estudiante de 18 años cuando en una presentación de la iglesia a la que asistía pasaron un video que desnudaba la pobreza en Latinoamérica. Eso impactó en su vida y, aunque tenía un pretendiente del que estaba enamorada, pudo más su amor por Dios y los necesitados.

Al poco tiempo se unió a la orden Religiosas de María Inmaculada Misioneras Claretianas y tres años después fue enviada a Venezuela. Su padre se opuso, pues quería que ella formara una familia, pero aun en contra de su voluntad ella viajó.

“Amo a mi familia y crecí en un hogar lleno de amor, pero me faltaba algo y cuando pensé en ser misionera supe que era un llamado de Dios. Ayudar a la gente necesitada me llenaba por completo”, dijo la religiosa, quien aún mantiene el acento de España, su lugar de origen.

Recordó que su prometido se decepcionó al conocer su decisión, pues para él era una locura.“No me casé porque tengo el mejor esposo, que es Dios. No necesito nada más para vivir, pues mi vida se llena todos los días al ver esas caritas en los kínderes. Aquí hay mucha necesidad y creo que si los niños tuvieran más amor, no existiría la delincuencia. Hay algunos que dicen que jamás les dan un abrazo o un beso en casa y ellos aquí es lo que más reciben”, explicó.

Estuvo cerca de 16 años en Venezuela, donde se graduó de psicóloga e impartió clases a personas mayores en un colegio de la Iglesia Católica. Un día su padre llamó para informarle que su madre estaba enferma. Fue hasta entonces que volvió a España. “Me avisaron que ella estaba agonizando. Tenía cáncer. Gracias a Dios duró cuatro años más. Las hermanas me dieron permiso de quedarme allá cuidándola, así que comencé a ayudar en la iglesia de allá”.

Estuvo unos años más cuidando a su padre hasta que este murió. Unos meses más tarde fue enviada a Honduras a seguir con su loable labor de velar por los abatidos por la pobreza y que a veces olvidan que hay esperanza.

“Me movió mucho venir aquí y ver la pobreza que hay. Al inicio estuve dando catequesis en la parroquia Guadalupe y colaborando con el padre Teodoro.
él era muy entusiasta y muy caritativo. Un día me pidió que le ayudara con un proyecto que estaba empezando, llamado “Mi mamá es mi maestra”. Yo no estaba decidida porque tenía muchas actividades en la Iglesia, pero al ver que nadie se animaba acepté y desde entonces he estado pendiente de los centros”.

Contó que el cansancio por sus actividades hizo que se enfermara y tuvo que decidir entre las catequesis y los jardines.

“Le pedí a Dios la respuesta y terminé entendiendo que la catequesis la podría dar alguien más. Siempre iba a haber gente dispuesta para ello. En cambio, los niños necesitaban ayuda urgente.

Empezamos con un centro en la Rivera Hernández. Recuerdo que era una galera hecha de palos y hojas de coco. Siempre he creído que lo más importante no es el lugar donde uno esté, sino quienes estemos, y fue así como inició todo”, explicó la misionera.

Sus ojos se llenan de lágrimas al recordar que muchos de los niños que han pasado por el jardín están ahora en la universidad. “Para muchos, la merienda que damos en los centros es lo único que comen en todo el día. Por eso es importante tener siempre un plato de comida para ellos. Además tratamos de proveerles zapatos, camisas y otras cosas. Esto se basa en las donaciones, que han disminuido debido a la crisis. Justo ahora estamos necesitando colaboración para construir dos centros más, pues los que tenemos son galeras, pero Dios proveerá”.

Las maestras de los jardines son las mismas madres de los infantes que van a clases. Son instruidas para que les enseñen a los menores.

“También buscamos llenarlos de valores morales y espirituales, pues son infantes que sufren porque viven en medio de los problemas de sus casas, ven cómo papá le pega a su mamá o escuchan que no hay qué comer. Queremos que sepan que existe gente que los ama y está pendiente de su futuro”.

En cada kínder hay alrededor de 30 niños, con edades entre tres años y medio y cinco. En algunos, la matrícula ha sobrepasado los 50.

Con el tiempo, el proyecto ha ido creciendo. Hoy cuenta con más de 27 jardines en distintos puntos de la ciudad como Rivera Hernández, Chamelecón, Las Brisas, Cofradía, El Octotillo, Armenta y aldea El Carmen.

La religiosa dijo que en algunos sectores les ha resultado difícil trabajar por la presencia de los mareros.

“Las madres no quieren mandar a los niños por temor de que les pase algo en el camino”. Al preguntarle si siente miedo al entrar en esas zonas, respondió con firmeza: “Yo nunca ando sola.

Dios siempre me acompaña y con eso basta”.

Sor Consuelo dice que los adultos deberían aprender de los menores, ya que entre ellos no hay distinción. Ahí todos son iguales, pues aunque unos calcen zapatos nuevos y otros los usen remendados, son simplemente amigos.

En estos jardines se está gestando una nueva juventud, donde el amor es lo primordial, puntualizó.

“Estamos para los pobres, pues son los predilectos de Jesús y los nuestros”.