25/04/2024
02:29 AM

La interminable lucha de los niños prisioneros del VIH en Honduras

Más de 30 mil personas viven con VIH en el país, cada año la cifra va en aumento.

Al verme en la puerta de la cocina con un cesto, corren gritando: “¡VIH (virus de inmunodeficiencia humana).

El lunes 4 de junio empieza esta experiencia que marcará para siempre mi vida y dejará atrapado algo más que mi corazón en este lugar. Al tocar el portón corredizo de color verde para entrar al centro, me recibe el celador. El humilde hombre me guía hacia la oficina de la encargada, con quien hace apenas dos horas he tenido una breve entrevista telefónica, para plantearle mi disposición de colaborar como voluntaria en el centro.

Una mujer de contextura fina, de baja estatura, con apariencia madura y de tez blanca se levanta de la silla en la que está sentada, estira su mano y me saluda.

-Hola, mucho gusto, soy Brenda. ¿Usted es la joven que me habló por teléfono?- me dice. -Sí, estoy de vacaciones en mi trabajo y quiero ayudar con lo que pueda en el hogar- respondo tratando de ocultar mi nerviosismo por la mentira. Los buenos samaritanos cada día son menos y en este, al igual que en otros centros, lo que más se necesita es gente que destine un poco de su tiempo y lo comparta con los necesitados.

Al lado izquierdo de la habitación climatizada por un viejo abanico, que apenas refresca la estancia, se encuentra Karla, una joven guapa de semblante sereno. Ella forma parte del personal de la institución, que está contratado por 24 horas diarias.

Casi de inmediato comienzo el voluntariado. Mi primera tarea es enseñar a los más chicos las tablas de multiplicar. Brenda le pide a una niña llamar a los otros. En segundos entran corriendo como en manada y rompen el silencio. Con una mezcla de curiosidad y timidez me analizan de pies a cabeza, sin decir una palabra. Les sonrió sutilmente y les guiño el ojo.

-Ella es Bessy, estará ayudándoles con las tareas- dice Brenda, saciando su curiosidad.

Tomo la mano del más pequeño del grupo; es el primer contacto que tengo con ellos. “Amores, vamos afuera, allá estudiaremos”. Pasamos la tarde entera entre restas, sumas y multiplicaciones.

Nuestra faena es interrumpida súbitamente por el timbre que anuncia la hora de cenar. Al escuchar, los niños salen a toda prisa hacia el comedor y buscan en la alacena los platos, que en la parte inferior llevan el nombre de cada uno de los 31 menores que habitan el hogar. En segundos una fila se forma frente a la barra donde les reparten los alimentos.

Unos minutos más tarde, salen los primeros de la cocina. Afuera los aguarda una mesa llena de antirretrovirales, medicamentos para el tratamiento de la infección del VIH, causante del sida. Cada uno se toma como mínimo cinco pastillas.

Los efectos de estos fármacos provocan que sus rostros palidezcan y que sus labios pierdan el color rojizo característico de todo niño sano.

Son las 9 de la noche. Los más grandes están casi tendidos sobre los muebles en la sala de televisión, viendo una novela llamada “Quinceañera”. Yo camino por el pasillo hacia el cuarto a verificar que los pequeños duerman. Al abrir la puerta ellos se asustan, están sentados en el piso en forma de círculo. “Kevin” se prueba unos zapatos que “Mauricio” tenía guardados porque le dejaron de quedar, y los suyos tienen un agujero en la suela. Todos ellos comparten entre sí la ropa y el calzado, los cuidan porque no saben hasta cuándo tendrán otro par.

-¿Se quiere sentar con nosotros?- me dicen casi en coro. Me incorporo de inmediato al grupo.

- ¿Quieren que les cante algo?- propongo.

-¡Sí... sí!-, contestan y cantamos juntos:
“La arañita tejedora está preocupada porque no ha cazado nada y se puede empachar...”.

Entono otras canciones infantiles y ellos siguen la letra con su voz. Además jugamos a las estatuas de martín, la pájara pinta y hacemos algunas mímicas... De pronto mi celular vibra, ya es tarde y tengo que irme. El tiempo ha pasado volando en el primer día.

Con un poco de pena, pero impulsados por ese sentimiento puro que solo un niño puede tener, llenan mis mejillas de cálidos besos. Trato de contener el llanto al recibir tales muestras de cariño y con voz entrecortada les digo: “Nos vemos mañana, mis amores”.

Empieza mi segundo día. Cuando llego los más chicos están en clase. La escuela se encuentra ubicada dentro de la fundación, hay una maestra que está encargada de impartir las asignaturas a todos los grados, la jornada inicia a las siete de la mañana y a las nueve ellos tienen un receso para la merienda. -Este día la reparto yo-. Le he pedido a doña Cristina, encargada de preparar los alimentos, que me deje ayudarle.

Mientras ellos llegan por su pedazo de melón, limpio las mesas y lavo los platos. Puntualmente llegan a desayunar, luego juegan un rato.

Nuevamente entran a clase, aprovecho a terminar la limpieza, aunque en la casa no es mucho el desorden porque todos recogen los trastos que usan y los dejan en la repisa tal como los encuentran.

Termino y me siento en una silla de madera frente a la casa. Ellos van saliendo del salón, se quitan sus uniformes y llegan con sus cuadernos bajo el brazo, listos para que los instruya en sus areas, no sin antes llenarme de caricias.

La tarde se complica, porque algunos se desaniman por no poder hacer bien las divisiones, pero al final vencemos al pesimismo y todos terminan sus deberes.

Es hora de jugar. Todos corremos hacia el pequeño campo de fútbol que está detrás de la casa... Alrededor abundan palmeras y árboles frondosos. La cancha parece insuficiente para correr.

Desde los más pequeños hasta los más grandes, de 17 años, se divierten jugando a los “quemados”, “la papa caliente”, “las estatuas de martín”, entre otros.

Nuevamente el tono del timbre da el aviso de entrar al hogar, pero “Dianita”, de unos siete años y de carácter firme, decide quedarse conmigo. Se acuesta en la banca como si fuera a dormir y apoya su cabeza sobre mis piernas, paso suavemente una y otra vez mi mano por su fino y liso cabello color castaño. Nos invade un silencio, ella me mira fijo a los ojos, parece querer congelar la tarde. Luego me dice que está triste, las pequitas de su nariz se juntan cuando frunce el ceño para evitar llorar. Me cuenta que quisiera estar con sus papás y que su tía la visitará más seguido.

Al preguntarle dónde están sus progenitores responde: “Ellos murieron, se supone que mi tía se tendría que encargar de mí, pero es pobre y no tiene cómo mantenerme; a veces viene en Navidad a verme-”. Todos los niños de la fundación son conscientes de su enfermedad y por momentos se enojan por la suerte que les tocó vivir y caen en depresión. Esta es una de las tantas razones de que el centro necesite un psicólogo para atender las crisis.

Al salir del centro paso por el supermercado, quiero obsequiarles algo. Meto en la carreta jugos, galletas y dulces. Me emociona imaginar sus caritas felices por el pequeño gesto.

Ya es miércoles, mi tercer día. Llega la hora del almuerzo, toda la mañana he mantenido las golosinas escondidas para poder sorprender a los niños. Cuando ya están todos en el comedor, “Daniel”, uno de los más grandes, que ya está en el colegio, me ayuda a repartir.

Salgo de la cocina y los acompaño a comer. Me siento en la mesa de los más chiquitos, nos reímos hasta de lo más insignificante. Para ellos tener alguien que esté pendiente de sus cosas y escuche hasta la más ingenua de sus ocurrencias es sinónimo de felicidad.

Los más grandes tienen entre 14 y 18 años. También son los más reservados.

Tres de las chicas ya terminaron la secundaria y esperan una beca para ir a la universidad. Los otros asisten a un colegio público cercano a la colonia Del Valle. Es un reto ganarme su confianza, pero los detalles y la convivencia diaria son mi mejor arma. Lo logro, comienzan a pedirme ayuda con las tareas.

Ahora paso largas mañanas enseñándoles sobre español, estudios sociales y ciencias naturales. Todos son muy listos y aprenden con rapidez. En el hogar solo hay una computadora, los chicos se la pelean para poder entrar al internet y ver el Facebook, este último le sirvió a “Elena” para “encontrar papá”... Y aunque les parezca un poco extraño, es así.

Es la mañana del jueves. Al entrar a la fundación encuentro a “Elena”, sentada en una silla del corredor, los demás ven televisión dentro de la casa.

Su rostro lo oculta el libro que alza con sus brazos. El título del libro es “Cómo aprender a ser feliz”.

Hablamos un poco de lectura, le sugiero algunos libros, charlamos de muchas cosas, pero de pronto se apodera de su rostro un semblante de angustia cuando le pregunto por el tiempo que lleva viviendo en el hogar.

La interrogante despierta sus emociones, los recuerdos vienen a su mente, pero con un tono suave me dice que son cerca de 15 años. “Tenía como dos años cuando me trajeron aquí, ya ni lo recuerdo, mis papás murieron, nunca supe lo que es el calor de familia.

Un día un señor me mandó la invitación de amistad al Facebook, la acepté y comenzamos a intercambiar mensajes, luego le conté donde vivía y que estaba enferma de VIH. Le confesé que estaba muy triste porque quisiera tener un papá como lo tienen las otros niños del colegio, y él me dijo que a partir de ese día sería mi papá”.

A medida que la historia avanza su voz se suaviza. “Nunca tuve uno, así que los primeros días me costó llamarlo de esa forma, pero mis ganas pudieron más y ahora cada vez que me habla en el chat le digo papi. Él vive en Argentina, me habla con frecuencia para que platiquemos, yo le tengo mucho cariño”, me dice.

Tiene más hermanos, pero solo ella adquirió el VIH mientras estuvo en el vientre de su progenitora. “No entiendo por qué solo yo nací así, dicen que una mujer puede estar infectada y aún así puede tener un bebé sano, pero mi caso no fue así, soy de las pocas que se ven afectados”.

Ella no es la única que se siente frustrada cuando analiza su situación, el dolor y las dudas han marcado el corazón de los demás que viven en el hogar. “Muchas veces nos ponemos a platicar entre nosotros y nos preguntamos: ¿por qué nos tocó tener esto, qué hicimos para merecerlo?”, lamenta “Elena”.

Sus palabras silencian mis pensamientos, no puedo ni podré responder esa pregunta, simplemente no hay una explicación que calme su sufrimiento.

Desde que se detectó en el país el primer caso de VIH en la ciudad de El Progreso, Yoro, en 1985, nuestro país sigue siendo prisionero de la indiferencia, pues la palabra sida causa en muchos un sentimiento de discriminación.

En Honduras hay un aproximado de 30 mil personas que viven con la enfermedad. El departamento de mayor incidencia es Cortés con 11,207 casos, seguido por Francisco Morazán con 6,369 y Atlántida donde hay 2,867.

Es mi último día. Estoy a pocas horas de terminar el voluntariado. Me embarga la nostalgia. La oración que acostumbran hacer los niños antes del almuerzo cobra más fuerza en ese momento.
“Dios, bendice nuestros alimentos, a quien los cocina y a las personas que nos cuidan, te prometemos ser buenos niños. Te damos gracias por tener comida en nuestros platos cuando hay tanta hambre en el mundo”.

“Keyli”, de 13 años, dirige la plegaria, repetida en coro por sus otros 30 “hermanitos”. Doña Cristina y yo, que estamos detrás de la barra, nos conmovemos al escuchar tales palabras.

Es increíble la conciencia de la realidad que tienen estos niños. La vida quizás los obligó a madurar distinto, pero siguen siendo angelitos que con una sonrisa conquistan a cualquiera.

Termina el almuerzo. Yo los acompaño hasta el aula, la maestra se retrasa un poco. “Marcos” me toma de la mano y me lleva hacia el estante de libros, busca entre la pila de textos y saca un diario que para él es su mayor tesoro, se lo regaló un norteamericano que estuvo algunos meses de voluntario, pero que hace un buen tiempo no regresa. Al abrirlo noto que todas las páginas están en blanco, menos una.

-No lo he llenado porque no sé cómo, él me prometió regresar y enseñarme a hacerlo, por eso sigo esperándolo-, me dice.

Dentro hay una dedicatoria: “Para mi flaco bello que lo quiero mucho, siempre estaré para ti”.

Marcos no tiene recuerdos de sus padres, pues murieron cuando él era un bebé. Ha vivido en el hogar desde entonces.

Decir adiós nunca es fácil, me invade la nostalgia. “Carlitos”, un niño del hogar, se aferra a mi en un abrazo, acomoda su cabeza en mi pecho y hace un hueco entre mis costillas para meter su figura encorvada por la postura.

Se queda quieto como si quisiera impregnarse del amor que por toda una vida le ha faltado, esa cuota de calidez que el destino le negó. En su rostro veo la obra de Dios... ¡Hasta luego, mis niños!

* Para quienes desean ayudar a esta fundación puede escribir al correo electronico: bessy.lara@laprensa.hn

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