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Tortilleras, las heroínas del Guamilito en San Pedro Sula

  • 02 febrero 2012 /

Periodista de LA PRENSA encuentra trabajo en tiempo récord.

En un país donde hay dos millones de desempleados, hallar trabajo en 15 minutos sin tener una recomendación es un milagro.

Pues bien, ese milagro me ocurrió a mí.

Era un martes, 17 de enero para ser más exactos. Hacía calor, mucha calor, e hice una pausa en mi vida como periodista para descubrir a través de mi experiencia cómo es la vida de las heroínas del mercado Guamilito que se ganan la vida, sostienen a sus familias y gradúan profesionales haciendo tortillas.

Cambié mis tacones por una sandalias rotas y polvorientas, limpié el maquillaje de mi rostro y convertí mi cabello en un moño. Vestía un jean viejo y una camiseta desteñida.

El vehículo del periódico me dejó a dos cuadras del mercado, caminé con la cabeza agachada, no quería que nadie me reconociera, mis manos temblaban de nervios.

En segundos llegué al inmueble, suspiré profundo y entré casi corriendo. Observé por unos segundos el ambiente, me sentí desesperada, no tenía un plan, pero cuando mis ojos recorrieron el lugar, mi atención se centró en una señora de cabello blanco, de aproximadamente 70 años.

Lucía un delantal multicolor que abrazaba su cintura, me acerqué a ella y le pregunté si había alguna vacante en los puestos donde hacían tortillas.

Le dije que necesitaba trabajo, que recién había llegado de Santa Bárbara y que no tenía dinero.

“No, no creo que haya chance. Aquí es difícil que encuentre trabajo”, me dijo doña Elena, una de las fundadoras del mercado y propietaria de un puesto de verduras.

Mis esperanzas se disiparon cuando escuché esas palabras; sin embargo, me quedé ahí unos minutos más, y luego insistí.

Ella guardó silencio unos instantes y me dijo: “Espéreme, ya regreso”, se dio la vuelta y se dirigió a un rincón, donde se encontraba su hija Gloria, quien le ayuda en la venta de legumbres.

Gloria se levantó del banco donde estaba sentada y se alejó. Doña Elena regresó al lugar donde yo la esperaba y me explicó que su hija iba a sondear entre las tortilleras si necesitaban una trabajadora.

La hija de doña Elena retornó con noticias desalentadoras. “No hay vacantes”, dijo. De pronto un muchacho, de tez trigueña y vestido de colores llamativos, con cabello puntiagudo y teñido de color amarillo, interrumpió bruscamente la conversación.
En un abrir y cerrar de ojos me observó de pies a cabeza y preguntó: “¿Usted es la que anda buscado chamba?”.

Hice un leve movimiento con la cabeza en señal de afirmación, él tomó la palabra nuevamente y dijo: “Véngase mañana a las seis y media, en el primer puesto de tortillas de toda la fila pregunte por mí”. Esas fueron las primeras palabras que escuché de Josué, mi jefe durante mi trabajo como tortillera.

Luego de esas escuetas instrucciones se dio la vuelta y se fue.

Esta es la historia de cómo en medio de la crisis laboral que atraviesa el país conseguí empleo en menos de 15 minutos.

Lo califico como un milagro, pues actualmente, la tasa de desempleo para la población económicamente activa es superior al 50%, una de las más altas del mundo.

Además, en todas las encuestas, los hondureños por lo que más claman es por seguridad y empleo, cuya ausencia obliga cada año a miles de personas a intentar irse “mojadas” a Estados Unidos, sin importarles morir durante la travesía.

En el trayecto por México muchos son asesinados, secuestrados y violados. Sufren por las leyes antiinmigrantes, las deportaciones, y la discriminación racial.
Ante este panorama desalentador provocado por el desempleo, haber conseguido una plaza tan rápido me puso feliz.

Me despedí de doña Elena y de su hija, y al hacerlo me conmovió, nuevamente, la nobleza de ambas: Gloria tomó cuatro bananos y me los dio.

Seguramente pensaron que tenía hambre y no se equivocaron.

Salí casi corriendo del lugar, estaba emocionada porque había cumplido mi objetivo, no me dijeron cuánto me iban a pagar, ni el horario de salida, yo tampoco pregunté, lo que iba a suceder el día siguiente era algo completamente desconocido para mí, pero en ese momento no me preocupaba. Lo más difícil ya lo había logrado.

Las horas se hicieron cortas. El miércoles llegó rápido. A las 5.00 de la mañana ya estaba lista para emprender la aventura. Busqué un atuendo similar al anterior y una hora después ya estaba en el mercado.

Llegué al sitio acordado. Josué reposaba en un banco de madera desde donde bromeaba con las mujeres de los otros puestos, quienes ya empezaban a calentar los comales y preparar la masa.

Saludé y me senté en otro banco que estaba en el lugar. “Buenos días”, dijo Josué devolviéndome el saludo, luego me presentó a las dos mujeres que estaban sentadas junto a él, “Ella es Alba y esta otra es Toña, son mis trabajadoras”.

Como un reflejo, la miradas de las dos mujeres se cruzaron y una expresión de desconcierto se dibujó en el rostro de ambas. Ellas no sabían con exactitud qué hacía yo ahí.

Seguidamente miraron a Josué, quien entendió el mensaje de sus empleadas y les explicó: “La contraté ayer, ahora trabajará con nosotros, necesita la chamba, así que enséñenle a hacer tortillas”.

Alba fue la más molesta con la noticia, era evidente que no le agradaba tenerme como compañera.

Yo intenté justificarlas y no le di importancia a la actitud hostil de ambas, quienes sin pronunciar palabra alguna me ignoraron y comenzaron a preparar todo.

Yo me crucé de brazos y solo las observé, en ese momento Josué me dijo con tono amenazante: “No crea que va estar ahí sentada con las manos cruzadas, aquí tiene que echarle duro, si no se va a quedar sin pago”.

Sus palabras me asustaron. No quería que me despidieran el primer día de trabajo.

Para romper el hielo, le pregunté la hora a Alba. “Faltan 15 para las siete”, me dijo y se dio vuelta. Pensé que me pondrían a hacer tortillas, pero para mi sorpresa me asignaron otra tarea mucho más difícil: darles vuelta a las tortillas que estaban en el comal. Cabían alrededor de 50.

Cada segundo tenía que sacar unas 10 para darle espacio a las recién moldeadas, pero el calor de las llamas empezó a surtir efecto en mis brazos.

“Ay qué vareteada se le puso la piel, pero no se preocupe, es normal las primeras veces, después ni va a sentir -la flama-, ya verá”, exclamó Toña al percatarse de que mis brazos y manos se habían puesto rojizos por el fuego.

Segundos después, al sufrimiento de mis manos y brazos se le sumó otro problema: las tortillas se me empezaron a quemar.

“Es que no se arrime tanto al comal, quítese, le voy a enseñar, así se hace, póngalas primero en línea para que sepa cuáles se cocinan primero, ¿vio?, tiene que aprender y ser más rápida”, me dijo Toña, un tanto alterada.

Josué, que no se había movido del banco, me dijo entre risas y con un poco de lástima: “Es que usted tenía que haberse venido con una camisa con mangas para que no se quemara, pero ni modo, hágale gancho”.

Ese día fui la comidilla del mercado, todas las dueñas de los puestos, sus empleadas, cargadores e incluso clientes, me observaban con atención. Algunos de ellos se reían al ver mi falta de destreza.

En mi calvario hubo una pausa, eran como las ocho y media de la mañana y había que comer, apagamos los fogones y Josué, quien tenía diez minutos de haber desaparecido, regresó con unas bolsas.

Traía varios platos que colocó en línea, luego a cada uno le puso dos pedazos de carne de cerdo que parecían carbonizados, cebolla y dos tortillas. Miré la bandeja, pero no tenía apetito, por lo que tuve que pasar todo el día con el estómago vacío. Una vez que Alba y Toña terminaron de comer, no paramos de hacer tortillas hasta las tres de la tarde.

Nadie fue siquiera al baño. Fueron ocho horas de trabajo continuo. Ni cuenta me di, cuando mi primer día como tortillera había terminado. Fue un día inolvidable por donde lo vea.

De convivencia con el dolor, porque no habían transcurrido ni cinco minutos cuando las llamas que escapaban del comal se ensañaban con mis brazos. De tolerancia. Aprendí que en esta vida uno no es monedita de oro para caerle bien a todo el mundo y que hay que tener paciencia para aceptar a los demás tal como son; además, estas personas te ayudan a forjar tu carácter. Fue también un día de perseverancia y que debe servir de ejemplo. Y aquí me remonto al día anterior. Fui a buscar trabajo y lo hallé. Lo hice con fe, apoyándome en Dios, así que para aquellos que ya han perdido la esperanza de hallar un empleo, no desmayen, queriendo encontrar se encuentra. Y, por último, admiré el temple de las heroínas del mercado. A mi alrededor tenía a decenas de mujeres ganándose la vida a mil por hora, aunque solo ganen 150 al día, y defendiendo a su familia con sudor, con temple, con coraje.

“¡Ay, Dios!, mi pelo se quema”

Mi segundo día como tortillera del Guamilito lo encaré con mucho optimismo, aunque de antemano sabía que iba a ser el último. Eso sí: no me imaginé que iba a ser tan feo.

Al nomás llegar me llevé una gran sorpresa: dentro del pequeño puesto una muchacha limpiaba el tablón donde estaba puesto el comal. Era mi reemplazante.
La joven, de aspecto humilde y de unos 18 años de edad, se llamaba Delmi y era prima de Alba y Toña.

Cuando las expertas tortilleras se percataron de mi presencia se miraron con complicidad y refiriéndose a mí expresaron sorprendidas: ¿Qué hace aquí?
Luego me preguntaron ¿qué le dijo Josué ayer? Preferí guardar silencio.

Tras el interrogatorio me senté en un banco a esperar que llevaran la masa para comenzar la tarea. Toña y Alba, mientras tanto, se susurraban algunas frases al oído. No las escuché con claridad, pero era evidente que hablaban de mí.

Ellas no comprendían por qué Josué no me había despedido. Ese día no me miraban con lástima, sino con molestia, pues al parecer, Josué les había pedido que llevaran a su prima.

Toda la mañana se dedicaron a ridiculizarme y a dejar en claro que Delmi hacía un mejor trabajo que yo, lo cual era evidente.

Delmi logró moldear casi a la perfección las tortillas en la tabla. Yo nunca lo logré por más que lo intenté.

Cuando Josué llegó las dos mujeres lo vieron como reclamándole por mi presencia en el lugar. Él las ignoró y se acomodó en una mesa.

Al llegar la masa, mi tortura inició nuevamente, aunque en esta ocasión llegué preparada con una camisa manga larga para protegerme de las llamas.

A medida avanzaban los minutos me había vuelto más ágil con el cuchillo y eran menos las tortillas que se me quemaban.

En esa repetitiva actividad de estirar y encoger mis brazos, darle vueltas a los “caites”, como llama Toña a las tortillas, un pequeño descuido bastó para que mi pelo peinado en forma de trenza agarrara fuego.

¡Ay, Dios, mi pelo se quema!, fue lo único que pude decir al verme en aquel aprieto. Mis pulmones se contrajeron por el esfuerzo que hice al soplar para evitar que mi cabello fuera víctima de las llamas. Alba y Toña, que habían sido testigos del incidente, no paraban de reír. Disimulé mi molestia e indignación, guardé silencio y enrollé mi cabello en una cola.

En los diez minutos que tuve de receso para comer, entre 8.00 y 8.30, me dediqué a recorrer los pasillos del mercado por primera y última vez como empleada de ese lugar.

Cuando regresé al puesto de trabajo mis compañeras estaban terminando de comer, me acomodé sobre unos sacos que contenían comida para perros y las observé por largo rato.

Toña es fornida y Alba muy menudita, ambas de facciones finas, piel blanca y ojos azules, que llaman la atención de los compradores.

El grito de Alba me avisó que el descanso había llegado a su fin. Me llamó para que limpiara el comal, que según ella estaba sucio. La mañana transcurrió entre controversiales pláticas de “mujeres” y de problemas económicos. En ningún tema tuve participación, siempre me ignoraron, por lo que me dediqué a escuchar lo que decían.

Escuchándolas estaba cuando al subir en una de las cajas que utilizaba para alcanzar el comal perdí el equilibrio. Mi rostro estuvo a punto de impactar con el fogón, lo cual me hubiese dejado marcada para siempre. En ese instante me di cuenta de que las tortilleras del mercado no cuentan con Seguro Social y que cada vez que se ausentan por enfermedad o por cualquier problema de índole personal, no perciben salario.

Al filo de las 11 de la mañana me despedí de mis compañeras, quienes parecían contentas con mi partida. Las disculpé en silencio, me marché sin resentimientos, sin haber recibido ni un solo lempira porque Josué no estaba en el local...

...Pero iba feliz, con un gran aprendizaje a cuestas, y teniendo claro que hacer tortillas “no es comida de trompudos”.