23/04/2024
04:56 PM

Corteros, gladiadores de la montaña

Periodista de LA PRENSA se interna en fincas y relata la vida de cortadores de café en Honduras.

Eran casi las tres de la tarde, tenía hambre y estaba cansado. Era mi tercer día en la montaña y mi segundo día cortando café. Sentía que había recolectado muy poco a pesar de mi esfuerzo; además, la noche anterior apenas había dormido en el hospedaje en que me dejaron y la “manada” de insectos que me picaban y se pegaban a mi piel me tenía sofocado, pero aún en mi desesperación no podía negar lo insignificantes que eran todas mis quejas al ponerlas en contraste con las preocupaciones de los verdaderos pobreza en Honduras de lo que había aprendido en tantos años de leer estudios, informes y estadísticas sobre el tema. La experiencia humana desborda a la teoría, pero para explicar de qué hablo ya es hora de contar esta historia desde el comienzo.

El martes 10 de enero salí de mi casa en San Pedro Sula decidido a conseguir trabajo como cortador de café. Me propuse comprobar si de un día para otro se puede ganar dinero en ese trabajo y averiguar cómo es la vida de quienes laboran en este oficio. Llegué a la Gran Central Metropolitana de Buses y de los 220 municipios donde se cultiva el grano en Honduras elegí viajar a San Luis, Santa Bárbara, una de las mayores zonas productoras de café en el país. Mientras esperaba, comencé una trivial conversación con una señora y un hombre.

Carlos, uno de mis interlocutores, después de un rato me preguntó a qué iba yo a San Luis. Dudé unos segundos antes de escoger mi respuesta y contestar, hasta que finalmente dije con timidez: “Voy a buscar trabajo como cortador”. Inmediatamente reaccionó y aseguró que su tío tenía muchísimas manzanas de café y que necesitaba más cortadores.

Y así, antes de iniciar el viaje, antes de empezar a buscar trabajo, ya estaba contratado. Después de un rato vino el bus, subimos y tras poco más de tres horas viajando llegamos a San Luis.

Carlos llamó a su tío y el señor llegó en pocos minutos al lugar para recoger una encomienda que su sobrino le había traído.

El hacendado, cincuentón, vestía pantalón de tela, fina camisa a cuadros y zapatos bien lustrados sin mucho uso y hablaba educadamente. Carlos me lo presentó sin decir su nombre, explicándole que yo necesitaba trabajo.

Aquel hombre quiso oírlo de mi boca y me preguntó qué andaba haciendo. “Vengo a cortar café”, le dije convencido. Ya no había tiempo para dudas o vergüenzas. Él apenas asintió, se despidió del sobrino y me dijo: “Subite al carro; te voy a llevar al hospedaje donde te vas a quedar”. No hubo en él el recelo citadino al desconocido y así abordé su cuatro por cuatro de lujo, japonés, de año reciente.

Manejó tres cuadras y ya habíamos llegado, entramos y, tras saludar a los dueños del lugar, les informó: “Aquí les traigo otro muchacho. Le dan un cuarto y la cena”.
Hubo una breve conversación de cordialidad entre ellos y, después, mi nuevo patrón se dirigió a mí: “A las cinco te van a venir a sacar. Te estás listo”, y se fue sin más. Después de eso no volví a ver a ese personaje de tan pocas palabras, pero con mucho dinero.

Fui al cuarto. Me asignaron el número once y, aunque era extremadamente pequeño, para mi nueva realidad era casi la habitación de un hotel cinco estrellas, pues algunos cortadores duermen cerca de las fincas en albergues de madera donde deben quedarse todos juntos, separando solo a hombres de mujeres, soportando el frío de la noche y en delgadísimas colchonetas o en el mismo suelo.

Ya eran las siete de la noche, cené frijoles refritos, huevo, mantequilla, tortillas y café y después salí a caminar un rato por las calles de San Luis para disfrutar de la tranquilidad de los pueblos, que han perdido las ciudades.

Regresé al cuarto poco después de las nueve. Había un ejército de zancudos esperándome, aunque pude evitarlos arropándome bien de pies a cabeza.

Cuando el sueño comenzaba a vencerme, vi un insecto que caminaba lentamente sobre la cama. Imaginé lo que podría ser, así que lo envolví con la blanca tela de la sábana y lo aplasté con mis dedos. En un segundo su diminuto cuerpo explotó dejando una mancha de sangre en la cobija y fue así que comprobé mi temor: una chinche picuda, la que produce el mal de Chagas. Una enfermedad silenciosa que ataca el sistema nervioso. Según la Secretaría de Salud, 2,500 hondureños han sido diagnosticados con el mal, pero miles más lo padecen sin saberlo.

Inmediatamente revisé los bordes de la cama y descubrí que mis sospechas eran ciertas. Estaban llenos de ellas. Sentí rabia, asco y comezón... no estaba dispuesto a dormir en esa cama, así que pasé buena parte de la noche despierto y mis pocas horas de sueño las tuve sentado sobre una mesa de madera con los pies apoyados en una silla. La noche fue larga.
Cuando faltaban quince minutos para las cinco de la mañana ya estaba listo para salir a las fincas cafetaleras.

Mientras esperaba al motorista, sentí la adrenalina que recorre el cuerpo cuando llega el primer día de escuela, de colegio, de universidad, de trabajo. En este caso, mi primer día como cortador. Puntualmente, a las cinco de la mañana llegó un carro de paila maltratado, en el que subí para empezar el recorrido a la finca. En el viaje fueron subiendo los demás trabajadores hasta que, al fin, tras dos horas de trayecto en el empinado camino, llegamos a la aldea Joconales, a 1,200 metros sobre el nivel del mar, un lugar adonde no hay energía eléctrica ni señal de celular.

La neblina me impedía ver el paisaje y el frío se convirtió en mi primer enemigo, pero el día apenas comenzaba. A todos nos entregaron un “tarro”, un canasto que se cuelga de la cintura, en el que se va poniendo todo el café que cada uno recolecta, ese grano aromático que se ha convertido en un pilar de la alicaída economía hondureña. El mismo del que en la cosecha anterior se exportaron 5 millones de quintales, poniendo al país en el primer lugar en Centroamérica, tercero del continente y sexto del mundo.

Pero en San Luis éramos solo el primer eslabón de la cadena, el de más abajo: nos dieron dos costales a cada uno para poner en ellos el café cada vez que se llenara el “tarro”. Al final de la jornada, todo lo recolectado es medido en galones o “latas” y así se determina cuál fue la producción del día y cuál es el pago obtenido. Antes de subir a los cafetales me dijeron que podía ir a desayunar, así que bajé a un humilde comedor, donde me dieron lo que, luego descubrí, era lo único que se servía en el menú de los trabajadores: arroz, frijoles, tortillas y sal. Eran cantidades que apenas alcanzarían para sustentar a un niño, pero con esa ración trabajamos hasta mediodía y luego, con otra pobre porción de lo mismo en el almuerzo, completamos nuestra labor por la tarde.

Mientras comía no pude dejar de recordar que hace unos días yo había visitado otras fincas de café de la zona para hacer un reportaje y en esa ocasión conocí la otra cara de los patrones, pues nos dieron tanta comida en cada lugar que visitamos y casi me enfermé por el exceso, pero, claro, en aquel momento me atendieron como el periodista que soy Ahora, en mi anonimato, me trataban como a otro humilde y necesitado cortador.

Después del desayuno, nos fuimos a la colina donde está el cafetal. Trataba de no hablar mucho y actuar como si tuviera alguna idea de lo que iba a hacer. Cuando llegué, el “mandador”, el capataz en la finca, me asignó, como a todos los demás cortadores, una línea de plantas de café en los que les debía cortar el fruto.

Después de la orden comencé, aunque al principio se me dificultó por la increíble variedad de insectos que pueden encontrarse en el cafetal: gusanos, hormigas, mosquitos, otros que jamás había visto... y arañas. Nunca imaginé que pudiera haber tantas especies diferentes en un solo lugar. Seguí cortando y en pocos minutos ya era indiferente a todo insecto.

Arriba, en la montaña todos son compañeros

El tiempo transcurría y entre los zurcos, los demás cortadores hablaban de la chica más “tremenda” de la aldea, de la pobre ración de comida que les dan, de su meta de corte para el día y cuando ya no había nada más que decir, solo gritaban lo más fuerte posible para que desde otro zurco lejano les contestaran el grito...un compañerismo campeño. No me conocían, pero me hicieron uno más de ellos. Allá no existe el recelo profesional, la duda al nuevo, al desconocido...me sentí aceptado, un cortador más.

Después de un rato, comencé a tener la sensación de que el canasto en mi cintura era un abismo sin fondo que nunca terminaría de llenar.

No fui el único en notar mi lento avance, pues tras dos horas se acercó José, uno de los “mandadores”, para ver mi defectuosa labor y me explicó pacientemente como debía hacerla.
Al mediodía fui a almorzar y después volví a mi zurco para continuar, siguiendo las instrucciones que me habían dado. Ya lo hacía mejor, aunque jamás alcancé la agilidad de los que se criaron cortando.

Es extraño, pero a pesar del trabajo me sentía relajado, parado en medio del cafetal, entre prolongados silencios interrumpidos solo por el canto de las aves, de las ramas chocando entre sí movidas por el viento y a veces... solo silencio.

A las 4.30 de la tarde todos bajábamos para la medición del café recolectado durante el día.

La mayoría de cortadores hicieron dos o tres viajes para llevar a medir su producción diaria, bajaban con enormes costales tan llenos de café que parecía que iban a reventar en sus espaldas.
Ese no era mi caso, apenas llené la mitad de un saco, o quizás menos.

Cuando pasé mi costal, una niña de unos siete años no pudo contener su curiosidad, y con voz inocente preguntó a su mamá: “mami, y él por qué cortó tan poquito”. Su madre apenada por la sinceridad de la pequeña le dijo rápidamente: “callate cipota, no seas metida”. La verdad, aunque aquella interrogante rasguñaba mi orgullo, tuve que admitir que la pequeña solo preguntó lo que todos querían saber, pues mientras otros cortadores llenaron hasta seis o siete galones o “latas”, yo ni siquiera llené dos, aunque estuve cerca.

Esto significa que en mi primer día como cortador mi pago habría sido aproximadamente de 50 lempiras. La mayoría de niños llenan dos galones o un poco más, así que hasta ellos podían presumir de ser contrataciones más rentables que yo.

Al fin llegó el momento de volver al pueblo, en la mañana había tenido suerte, pues viajé enfrente, junto al conductor, pero en la tarde mi regreso fue una experiencia extrema.

Llegaron varios carros de paila, los cuales llevan a los trabajadores hacia sus aldeas o al pueblo, los cortadores suben en ellos y se amontonan sin dejar espacio alguno, y yo no tenía más opción que ir. Subí y lo único que me preocupaba era no salir volando, porque además del exagerado aglutinamiento, el camino estaba en pésimas condiciones.

Tardé unos minutos en averiguar que en medio de la paila iba una soga amarrada y trenzada desde la cabina hasta la parte de atrás, de la cual se sostienen las personas que van en medio de la paila; mientras que quienes íbamos en la orilla nos agarramos de los que van en medio, y así, de alguna forma, que aún considero milagrosa, llegamos todos sanos y salvos.

Volví al pueblo y la noche fue igual a la anterior, después la hora de volver al trabajo y todo se repitió: la comida, la jornada de corte en el cafetal, y también mi raquítica producción. Entendí que nunca podría cortar tanto café como los verdaderos cortadores, pues mientras yo lo hacía impulsado por simple competitividad, ellos lo hacen sabiendo que de su rendimiento depende si tendrán comida cuando pase la temporada de cosecha.

En mi último día llegaron mis verdaderos compañeros de trabajo, un equipo de periodistas que improvisó dotes de actuación para tomarme las fotografías sin levantar sospechas. Por mi parte, dejé entrever que no volvería más, que no estaba hecho para esto y fue en ese momento donde confirmé que en medio del cafetal, donde casi todos son parte de ese 70% de pobres en Honduras, el buen ser humano habita...sin conocerme, sabiendo que al no estar yo había más zurco para ellos. Muchos de mis compañeros me animaron a no dejarme vencer, a seguir cortando, me dieron ánimo. Sólo compartí una paila y el temor de no caerme con ellos, pero ellos compartieron algo más: me dieron su amistad.

Al terminar el día de corte inicié mi regreso a casa, no cobré, ni me despedí de nadie y me fui con mi secreto a salvo. Al escribir las últimas líneas, bajo un poco la mirada y me doy cuenta que ya rozo el borde de la página. Ahora vienen a mi mente tantos detalles, situaciones y momentos vividos como cortador, que me fue imposible contarlos todos. Serán anécdotas entre las conversaciones con la familia o los amigos, serán enseñanzas que no olvidaré jamás.

Como tampoco volveré a ver con los mismos ojos las cifras en los informes, ahora sé cómo se vive con menos de un dólar al día, cuánto sudor, cuánto riesgo implica exportar 6 millones de quintales de café en cada cosecha...sentí la pobreza y su toque dejó una huella imborrable.

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