28/03/2024
03:06 AM

Azacualpa, la aldea lenca que está congelada en el tiempo

Los indígenas viven ajenos a los adelantos de la tecnología y cuidan con celo las más ricas tradiciones ancestrales.

Cuatro horas de recorrido en carretera nos tardó llegar a una aldea en Intibucá . Aunque también regresamos en el tiempo... cientos de años atrás.Entre sinuosos caminos de piedra rodeados de pinos, el majestuoso paisaje se abría como un hermoso cuadro.Las señoreales montañas eran besadas por las nubes que tímidamente descendían sobre ellas.

Comenzaba a llover, eran las 10 de la mañana y el agua que caía sobre los árboles resaltaba los matices verdes e intensos de la naturaleza. Con su mirada baja, la espalda encorvada y los colores estridentes de sus vestidos, varias mujeres de la etnia lenca cruzaban el camino con sus criaturas ceñidas en sus espaldas.

Estábamos cerca de nuestro destino, la aventura apenas comenzaba. Ubicada en el centro del departamento, la aldea lenca en el Valle de Azacualpa y Chiligatoro asomaba detrás de las montañas. En la aldea de Azacualpa viven unas 150 personas, 95% de ellas de origen lenca.

Como congelada en el tiempo se erige la aldea, pequeña pero de gran importancia cultural. Aquí la gente no tiene prisa y camina despacio, no conocen sofisticadas tecnologías; allí no cuentan con energía eléctrica y pertenecen al 38.4% de la población rural que no tiene este servicio.

En ese lugar aún conservan costumbres milenarias, como la molienda de maíz cocido con ceniza. Los pobladores, orgullosos de su origen, forman parte de los 80,000 habitantes de la etnia lenca que residen en el departamento de Intibucá. “No hemos tenido apoyo de parte del Gobierno, a ellos no les interesa nuestra cultura lenca. Aquí ni el alcalde se preocupa, aunque ellos también son lencas”, relataba Saturnino Domínguez, alcalde del autogobierno lenca Auxiliadora de la Vara Alta.

Nuestra presencia rompió la monotonía y la rutina de la aldea. Era la una de la tarde y la lluvia no cesaba, el cielo encapotado ocultaba los rayos de sol, hacía frío; a pesar de las inclemencias del tiempo, la tierra siempre se trabaja. Nada detiene a los abnegados trabajadores. Es tiempo de siembra y las copiosas lluvias preparan la tierra que alberga la semilla que más tarde dará su fruto. El trabajo es su cultura y no discrimina sexo ni edad.

La principal actividad económica de esta y otras aldeas lencas se caracteriza por el cultivo de papa, maíz, frijoles, camote, árboles frutales, hortalizas, además de alfarería y tejidos.

La mayoría de las casas hechas de adobe se pierden en la inmensidad del valle, en una de ellas vive doña Sebastiana Rodríguez (64) junto a su familia. Un pañuelo rosa cubría su cabello. De baja estatura, piel curtida y arrugada, salió caminando rápido a nuestro encuentro. Unos pollitos la escoltaban hacia donde ella dirigía sus pasos, se acercó y sin intermediar muchas palabras nos invitó a entrar a su casa.Una mesa con muchos trastes diseminados al azar, un fogón con leña, una silla de madera y un piso de tierra conformaban la cocina adonde aquella mujer prepara los menús que, aunque poco variados, prepara con esmero para sus hijos y nietos.

La rutina no cambia en la aldea, los días transcurren uno igual al otro. El fin de cada día lo determina el sol, las labores menguan cuando el ocaso empieza a caer. Eran las cinco de la tarde las horas transcurren lentas, sin sobresaltos. Las pláticas sobre mitos y leyendas, presentes en toda pequeña comunidad amenizaron las horas. “Aquí de vez en cuando se puede ver al duende, que es dueño de la quebrada”, afirmaba José Paz, hijo de Sebastiana. El clima favorecía un escenario tenebroso y entre cuentos de apariciones del famoso Cadejo y otras leyendas, comencé a perturbarme de solo pensar que esa noche nos tocaría dormir en la aldea.

Eran las seis de la tarde, la desabastecida pulpería de madera del lugar era atendida por una joven, que cuando se dio vuelta para traer el pedido fue cuando nos percatamos de que llevaba un niño cargado en la espalda. “Tiene dos años siempre se duerme a esta hora”, relató Wendy, quien cargaba a su hijo en una gruesa tela gris. Mientras, al otro lado unos muchachos jugaban pelota debajo de la lluvia. En las parcelas de tierra, los trabajadores dejaban sus herramientas a un lado y como en un peregrinaje abandonaban sus labores marchando para sus casas.

La oscuridad se apoderaba de la aldea, eran las siete de la noche. La temperatura bajaba a medida transcurrían las horas. La lluvia había cesado, pero el rocío nocturno comenzaba a caer. Los moradores llevaban a los corrales los animales que más temprano pastaban en el campo. El humo se desprendía de algunas chimeneas y un silencio sepulcral se adueñaba del lugar, eran las ocho de la noche y ya nadie estaba en la calle. El canto de los grillos que como en un diálogo monótono hipnotizaban a cualquiera era el único sonido que se escuchaba. Ni los perros ladraban, ya todos dormían.Fue una noche larga, el frío impedía el sueño. Eran las cuatro de la mañana y los gallos comenzaban a cantar tímidamente con poca intensidad, al rato despuntaban los primeros rayos de sol y con ellos la rutina de la aldea de Azacualpa que regresaba a la actividad.

El espejo lenca

Los animales eran liberados, mientras las mujeres marchaban con un gran recipiente cubierto con una tela bordada artesanalmente sobre sus cabezas. Todas caminaban hacia un mismo lugar, subían por una ladera empinada, las seguimos. Iban a moler maíz cocido en un molino con motor de combustible para preparar las tortillas, que más tarde harían de desayuno.Las mujeres esperaban su turno en fila mientras secreteaban posiblemente de nuestra presencia, cada una pagaba siete lempiras por medida para moler el maíz.

Por otro lado, otras mujeres comenzaban a cosechar habichuelas y otras papa, ya que a las ocho de la mañana pasaría el comprador de la producción, que luego venderá la misma en la ciudad a un precio tres veces superior.

Eran las siete de la mañana, fuimos a visitar a Seferina Gómez a quien le dicen “El espejo lenca” por lo arraigado de sus costumbres ancestrales. Un vecino nos guió hasta su casa, cuya ubicación estaba poco accesible. Debimos bajar una pendiente y atravesar un pequeño bosque para llegar hasta la casa de madera de doña Seferina.Una jauría de perros nos anunció y detrás de unos arbustos apareció Seferina. Vestía un largo vestido descolorido, una chaqueta de cuero desgastado, un pañuelo en la cabeza y unas botas cortas.La confianza con la que nos abrió las puertas de su casa habla de que la maldad no existe en estos remotos lugares, primero nos abrazó y besó, luego preguntó de donde veníamos. “No voy a cambiar mi cultura y mis costumbres, las heredé de mis padres”, aseveró decidida la extrovertida mujer. Con sus 55 años aún conserva costumbres transmitidas por sus padres.

Era la hora del desayuno, Seferina cocía tortillas en el comal de barro como lo hacían sus antepasados cientos de años atrás, mientras sus seis nietos se escabullían por unas cortinas viejas para ponerse la ropa más nueva con el fin de ser fotografiados. “Cuando los niños se enferman les damos medicinas naturales, agua florida, éter, té de canela, hierbabuena o té de culantro porque para ir al médico hay que tener pisto”, decía la mujer mientras daba forma a las tortillas.Seferina heredó varias manzanas de tierra, algunas parcelas se dividen en “tareas”, las cuales alquila por 250 lempiras por cosecha.

“Quiero un futuro mejor para mis hijos”, aseveró Cirilo González. El cuenta otra historia, a pesar de la pobreza que impera en la aldea, Cirilo logró superarse. “Me fui a Estados Unidos, allá vi otro mundo, aprendí muchas cosas. Estudié electrónica, aprendí inglés, pero me di cuenta que estar en grandes ciudades no era para mí. Extrañaba mi aldea, el aire fresco que hay aquí, pero a la vez no quería seguir viviendo como vivía”.Cirilo se trajo una planta eléctrica y una antena que se conecta por satélite, la cual lo provee de Internet y televisión por cable. Los conocimientos en electrónica que adquirió en Estados Unidos sirvieron a Cirilo para mejorar su calidad de vida.“Quiero que mis hijos se superen, que se eduquen porque la educación lo es todo, hasta los políticos se aprovechan de la ignorancia de la gente”.A través de Internet, Cirilo recopila información para apoyar a sus hijos en los estudios. A su vez reconoce que hay mucha gente que vive en la pobreza porque no conocen otro tipo de vida. “Hay muchos que viven en condiciones miserables porque se acostumbran a vivir así y no conocen otro tipo de vida”, afirmó Cirilo.

El sol comenzaba a entibiar, casi eran las ocho de la mañana y unos apresurados niños caminaban para llegar a la escuela. Estas etnias indígenas se caracterizan por los altos índices de analfabetismo ubicados en un 22.85%. Los lencas son un pueblo olvidado y sufrido, que forman parte de la riqueza cultural de Honduras, muchas veces desvalorizada.

Carolina Yarzon