26/03/2024
08:08 AM

Los tolupanes en Honduras, guardianes de la Montaña de la Flor

LA PRENSA convivió con las tribus tolupanes de Orica, Francisco Morazán.

Tratar con los Tolupanes hoy en día es tan complicado como llegar a su hábitat. 24 horas con ellos no es fácil. Su población guarda un recelo por su tierra, tradiciones e imagen.

En el centro de Honduras, a 280 kilómetros de San Pedro Sula, atravesando todo el departamento de Yoro durante siete horas, existe una “flor de montaña”, habitada desde 1860 por dos familias de la Jimilla y Santa Martha, Yoro.

Montaña de la Flor y que sería la cuna de la etnia de los Tolupanes tras una lucha intensa por su libertad de los españoles.

En aquel momento, lograron una forma de vivir independiente. La caza y la cosecha de yuca, maíz, frijoles y arroz, así como la confección de collares, pipas, cerbatanas y flechas les permitía sostener a sus familias.

150 años después, la historia es opuesta. El abandono en que las autoridades hondureñas tienen a las seis tribus (San Juan, Lavanderos, El Paraíso, La Lima, Guaruma y La Ceiba) que habitan en esta simbólica montaña amenaza con que el país pierda una parte de su identidad y representatividad.

A lo largo de los años, cientos de turistas y reporteros han llegado al lugar únicamente, según ellos, para “explotar su riqueza cultural que termina llenando sus bolsillos y empeorando la pobreza”.

Únicamente la autorización del consejo patronal de las seis tribus, liderados por un cacique, permite que quienes llegan por primera o segunda vez puedan fotografiar o platicar con algún tolupán, si los visitantes violan su ley, podrían ser desechados de sus tierras.

La vía para llegar a la Montaña de la Flor está en buen estado, al menos no son caminos de herradura. Al llegar a las faldas se aprecian pequeñas casitas de adobe y bahareque. La primer tribu es Lavanderos, ahí a pesar de tener energía eléctrica no conocen un televisor. Los radios son su único medio de comunicación.

De las chozas se asoman mujeres tolupanes. Su vestuario ha visto mejores años. Su piel curtida es casi el mismo color de la ropa, por la pobreza.

Se nos acercan y en sus manos llevan collares con el fin de vendérnoslos. Esta es quizá la única forma de agenciarse algunos lempiras.

Las mujeres se encargan de la crianza de los niños. Cada pareja tiene hasta 10 hijos cuando llegan a los 45 años debido a los pocos recursos que tienen para la planificación familiar. Nos ofrecen canastas hechas de carrizo y pulseras de blanco y rojo elaboradas de cuenca de San Pedro y Gualiqueme a 10, 20 y 40 lempiras. “Ayudanos, tenemos hambre y no tenemos dinero”, dice una de ellas con su semblante de incertidumbre y su mirada tímida.

En la Montaña de la Flor no hay pulperías, ni siquiera casas de hospedaje. Dormimos esa noche en una cama gracias a la amabilidad de una familia.

Cuando el sol está cerca de ponerse, para ellos las seis de la tarde, suena en la colina de San Juan, capital de la Montaña de la Flor, una bocina que anuncia una reunión especial.

No es una junta, es una reunión espiritual. Más del 50% de los tolupanes se ha convertido al evangelio. Se reúnen en la capilla evangélica pastoreada por el misionero Reed Skinner. Los indígenas se muestran agradecidos con los evangélicos del interior que les proveen ropa y alimentos cada vez que llegan.

Horas después, el silencio se apodera de la montaña, pero si se afina el oído se puede escuchar el sonido el río que rodea las tribus y que las abastece de agua.

Los Tolupanes se levantan antes de que salga el primer rayo del sol. Las mujeres mandan a sus hijos a la escuela vestidos de falda y pantalón azul y cubayera blanca; sin embargo, este año empezarán a usar su vestimenta étnica, medida acordada por los dirigentes.

A las siete de la mañana, a cada uno de los seis centros básicos llegan todos los días más de 140 alumnos, unos 800 en total en todas las tribus.

La mayoría de pobladores de las tribus tolupanes son jóvenes, entre 19 a 25 años, y hablan Tol, su lengua materna. El 85% de los habitantes habla tolupán.

Roque Martínez, director de uno de los centros educativos, cuenta con satisfacción a los visitantes los avances que ha tenido la educación en esa zona, a pesar de que carecen de libros y maestros de matemáticas.

El miércoles anterior, la Secretaría de Educación graduó en ese sector a 51 profesores bilingües, que hablan Tol y español. El ministro de Educación les prometió contactar a la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura (FAO) para ayudarles con la alimentación. Según ellos ha sido el único funcionario en acercarse a la montaña desde hace dos años y esperan que cumpla su palabra.

Los jóvenes guardan un enorme respeto y solemnidad a los mayores que consideran sabios consejeros. Se levantan a las cinco de la mañana para trabajar en los cultivos de ladinos y para fabricar bloques de adobe para construir casas donde viven con sus esposas. Juegan pelota en los terrenos que tienen llanura y en los que han construido a base de cemento. Escuchan los partidos de la Selección de Honduras a través de la radio y son, quizás, de las pocas personas en el mundo que no han oído, ni visto, un clásico Barcelona-Real Madrid.

Los hombres mayores gobiernan a las familias y ayudan a sus hijos a construir sus casas y a fabricar otros utensilios que también ponen a la venta.

Timoteo Cálix, miembro de la tribu de San Juan, observa a su hijo Israel elaborar bloques de adobe, mientras nos pide ayuda para conseguir láminas de zinc. No tienen dinero para construir por completo sus hogares y corren peligro de padecer enfermedades como bronquitis y tuberculosis que se están volviendo comunes en la montaña.

Los centros de salud no están equipados con suficientes medicinas para recuperarlos de enfermedades graves.

A varios metros de la casa de Timoteo está Jaime Martínez. El anciano de pelo negro, barba blanca, marcadas arrugas en su cara y ojeras profundas. Sus manos y pies reflejan la historia de una vida dedicada a la elaboración de canastas de todos los tamaños. Camina más de cinco kilómetros para conseguir carrizo para confeccionar el utensilio.

Sus hijos y nietos solo observan su gran técnica, mientras construyen una casa y sus hijas nos ofrecen más collares y canastas.

Los Tolupanes pocas veces viajan a Guatemalita, en Orica, a comprar víveres.

El gran jefe

A unos metros del templo evangélico está la casa que para los tolupanes es un santuario. El hogar del cacique de San Juan, el más longevo de la Montaña de la Flor y que es respetado y querido por todos los indígenas.

Cipriano Martínez, a sus 113 años, es el hombre más representativo de la etnia. Dialogar con él no resulta tarea fácil. No solo por su temple de autoridad y seriedad, sino porque su avanzada edad ya le impide escuchar y caminar con normalidad. Los últimos tres años ha caído enfermo a causa de fallas en el corazón y presión arterial. Sin embargo, pude dialogar con él.

“¿Son creyentes ustedes?”, pregunta. “Sí” respondimos. “¿Cien por ciento?”, volvió a preguntar. “Sí”, volvimos a decirle. Sonrió y comenzó a dialogar durante 20 minutos que para él fueron eternos. Contó sobre su devoción a Jesucristo y las represalias que ha tenido que sufrir a causa de su fe. Cuando mostró cansancio nos pidió dejarlo descansar y al despedirnos nos pidió que le ayudáramos a defender su tierra el poco tiempo que le quedaba por cuidarla. “Jesucristo es el jefe de la Montaña de la Flor, que Él los use para ayudarnos a comer”.