29/03/2024
01:07 AM

Martha Fernández, la enfermera que no cobra

Martha Fernández de Cálix es una enfermera que trabaja por el placer de ayudar al prójimo, pues no recibe salario.

Con las alucinaciones, la depresión y a veces la locura de algunos pacientes convive a diario Martha Fernández de Cálix, una enfermera que lleva más de cinco años trabajando en el hospital psiquiátrico San Juan de Dios sin ninguna remuneración.

Para esta ejemplar mujer, servir es el pago más valioso que puede recibir.

Cuando falta un cuarto para las ocho sale de su casa todos los días rumbo al centro asistencial ubicado en la colonia Palos Verdes en San Pedro Sula.

Al llegar, ni ha terminado de encender las luces cuando un señor de unos 70 años toca la ventanilla de cristal transparente. Ella abre y saluda, toma de las manos del longevo las recetas que le ha indicado el médico y luego sale deprisa al último consultorio del salón, donde ya la esperan más de 40 pacientes para que les tome la presión y los pese. Pocos minutos tiene para descansar, ya que en el hospital hay tres psiquiatras y una sola enfermera: ella.

Aunque nació en una pequeña ciudad de Uruguay llamada Durazno, asegura que su corazón le pertenece a Honduras.

Emigró al país empujada por el amor. Terminaba sus estudios de licenciada en Enfermería cuando conoció a Roberto Cálix, quien fue su esposo más de 39 años, hasta que la muerte los separó.

“Fue amor a primera vista. él llegó a Uruguay a especializarse en Pediatría y ahí nos conocimos. Dos años después me pidió que me casara con él. Mis padres y mis hermanos se oponían a que viniera. Llegué al aeropuerto internacional La Mesa cuando entonces no había ni edificio. Era una galera de zinc. Eso fue en 1966, pero al ver tanta montaña me enamoré del lugar”, dijo emocionada por los recuerdos. Por un momento sus ojos se llenaron de lágrimas, pues aunque ya han pasado nueve años desde que su esposo murió de un infarto, aún siente su ausencia. Con él procreó dos hijos.

“Es una herida que está ahí. él era mi mundo. Por eso cuando el me faltó le dije a Dios que quería servir, que me colocara en un lugar donde pudiera ayudar a los demás”.

Comencé siendo catequista en la Iglesia Católica y un día, en conferencia de prensa, el hermano que estaba a cargo en ese momento del hospital San Juan de Dios dijo que no habían podido abrir enfermería porque no tenía ayuda, y mucho menos dinero, para pagar esa plaza.

“Pensé que esa era la oportunidad que estaba buscando. Lo busqué y le dije que yo ayudaría tres veces a la semana durante tres horas, pero al mes de estar ahí ya iba a tiempo completo todos los días. Encontré en servir un motivo para vivir”.

Tenemos que interrumpir la conversación. Un paciente de unos 37 años entra en el cubículo. Está alterado. Tira la silla con fuerza, se acomoda en el lado izquierdo del escritorio de doña Martha y nos mira fijamente. Su rostro refleja amargura.

La amable enfermera tiene que explicarle a “Marco” que no es por él que estamos ahí. “La gente que viene por primera vez es violenta. Ya nos ha tocado ponerles tranquilizantes a algunos, pero con la atención médica y los fármacos mejoran rápidamente”.

Martha tiene una paciencia infinita. Aunque algunos le hablan con rudeza o le levantan la voz a causa de su demencia o depresión, ella siempre responde en tono suave y ve antes el expediente para dirigirse a ellos por su nombre.

“Es importante que sientan la cercanía con nosotros porque hace que se relajen”.

Algunos pacientes entran contentos, detallándole a “su enfermera y amiga” las mejorías que han tenido con el tratamiento.

“Me alegra verlos bien. Aquí viene gente muy pobre, pero siempre me traen una galletita o algún dulce. Esos detalles me llenan”.

Una vez que termina de atender a los primeros de la fila, va corriendo a entregarles los expendientes a los médicos.

Es la última en irse porque deben esperar que los atiendan a todos para entregar los medicamentos. Además está pendiente de hacer los pedidos para abastecer la farmacia y entregar el material de limpieza. Cerca de la una o dos de la tarde, dependiendo de la cantidad de pacientes que tenga en el día, va a almorzar.

Se toma media hora de merienda y sale deprisa al obispado donde se reúne ocasionalmente, ya que es miembro activo de Caritas (organización humanitaria de la Iglesia Católica). “Nos toca planificar las actividades que tendremos en todo el año y encargarnos de los detalles de cada programación”.

Luego de la larga jornada, que dura poco más de cuatro horas, los pendientes son muchos. Sale a su casa a cambiarse para ir a la iglesia San Felipe. Allá también es la primera en llegar, pues tiene que arreglar el altar para que todo esté listo antes de la misa.

Esta mujer dedica más de 16 horas diarias a ayudar al prójimo. Se levanta a las cuatro de la madrugada a orar y leer pasajes bíblicos y luego dedica 30 minutos a ejercitarse para tomar fuerza y sobrellevar sus organizadas jornadas. Dice que a veces le faltan horas al día para terminar tanta actividad.

Los fines de semana, cuando el hospital está cerrado, dedica tiempo a visitar a los enfermos desahuciados, ya que es ministra de la comunión en la Iglesia Católica. “No hay nada más importante que la gente muera dignamente, escuchando la palabra de Dios para prepararles el camino a la vida eterna”.

Recordó que muchas veces es despertada a medianoche por algún familiar de los enfermos que ella visita cuando están en agonía, pues quieren despedirse de su “amiga espiritual”. “Los ancianitos se alegran cuando me ven llegar. Les voy a leer la Biblia y a platicar con ellos”.

La dama de blanco es miembro activo de la Pastoral Diocesana de la Salud, la pastoral de toda la diócesis de San Pedro Sula, en la que tiene el puesto de fiscal.

“Sirvo pensado en Dios. No recibo salario de ningún lado. Gracias a Dios que me provee siempre, pues mi esposo me dejó algunos bienes con los que me mantengo”.

Dice que su vida era diferente antes de dedicar su tiempo a Dios. Para ella, la enfermería se debe estudiar por vocación y no por negocio.

“En ningún lugar del mundo está bien remunerada, pero lo más bello es traer un niño al mundo, cuidar con amor a los enfermos, saber que contribuimos a que muchas personas estén con vida”.

Quienes la conocen y saben de su labor aseguran que si existieran muchas Marthitas, el mundo sería mejor.

“Ella se distingue por su labor incansable, es entregada a su trabajo y a todo lo que hace”, dice el padre Alfonso Otero, representante de la orden hospitalaria San Juan de Dios en Honduras. En su apretada agenda también figuran las guarderías.

El deseo de servir de doña Martha, lejos de desaparecer, se aviva al ver los rostros de alivio y las sonrisas en sus pacientes.