28/03/2024
12:08 AM

Elsa Valenzuela cambia silla de oficina por asiento de bus

Elsa Valenzuela a sus 43 años hace extensas jornadas tras un timón sin olvidarse de echar tortillas para sus hijos.

Se levanta a las cuatro de la madrugada y deja hechas las tortillas de harina, con frijoles y huevos para el desayuno de sus hijos Luisa, Abisaí y Wilmer.

Perfumada y con maquillaje combinado a su vestuario deportivo, Elsa Mireya Valenzuela Fernández se despide de sus pequeños y les recomienda que se porten bien.

Sale puntual de su casa ubicada en Armenta. Aborda un taxi y se dirige a un taller de la 20 calle de Las Palmas. Ahí tiene que recoger la unidad de la ruta urbana. Tiene 40 minutos para estar en el punto de buses de la aldea El Carmen. En ese sector hay un promedio de 35 buses.

“Suba, aldea El Carmen, suba, suba”, repite la voz que sale de la unidad 0268.

Los pasajeros se sorprenden con la inusual escena. Una mujer con licencia para equipo pesado, Elsa Mireya, está tras el timón del bus amarillo.

Su primer reto es llevar bien a sus 30 pasajeros y volver a tiempo para la segunda vuelta. “Solo venimos a dejar a la gente al punto y regresamos a sacar a los que quedan en la aldea”.

Concluye su segunda vuelta con 28 pasajeros y se dirige al punto en la 4 y 5 calles, 4 avenida del barrio Medina, adonde llegan los buses a partir de las ocho de la mañana.

De secretaria a motorista

Mientras espera su tercera tarea, llevando y trayendo pasajeros, recuerda sus inicios en ese trabajo donde lideran los hombres.

“Yo empecé como secretaria y los motoristas llegaban a la oficina, me llamaba la atención lo que se podía sentir al manejar una unidad de esas. Les dije a los choferes que me enseñaran y decidieron hacerlo en los momentos libres que yo tenía”.

Después de siete años sentada tras un escritorio se cambió al asiento de un bus. Sin embargo, seguía también cumpliendo sus horarios como secretaria.

“Secre, quiero descansar”, le decían a Elsa Mireya sus compañeros. Entonces ella tomaba los buses y se aventuraba por las calles de la ciudad. “En mi tiempo libre les hacía las vueltas a los muchachos”.

Aunque tiene dos profesiones, secretaria comercial y auxiliar de enfermería, admite que le gusta ser motorista.

Su primer empleo fue en la Municipalidad. Ahí trabajaba como inspectora de mercados. Luego laboró como receptora de fondos del centro de salud de Brisas del Valle, Cofradía. Fue cuando llegó a Etic (Empresa de Transporte Interurbano del Carmen), que le despertó la curiosidad por los vehículos pesados.

-Vamos a salir antes. Interrumpe su ayudante. Es un joven de tez clara, pero bronceada por el sol, al que le apodan el Oso.

-Averiguate a qué horas. Le indica Mireya.

Es hora de “colocarse en meta”. Son las diez de la mañana. Los pasajeros empiezan a subir. El primer asiento, atrás de la conductora, es ocupado por dos mujeres.
-Tiempos viajamos con ella, bien maneja, comenta una de las pasajeras.

-Nos da más confianza, añade la otra.

Es hora de salir. La temperatura quema dentro de la unidad.

Por la frente de Mireya escurre el sudor, pero no enciende un pequeño ventilador que anda enfrente. “No me gusta andar despeinada, me gusta arreglarme para que la gente tenga una buena impresión”.

En la ruta encontró el amor

Sintoniza la 105.1, el reguetón y el merengue no paran de sonar. La música despierta sus recuerdos. Empezando como motorista conoció el amor.

Nunca pensó quedarse con un conductor de bus por considerarlos muy enamorados. Cambió de opinión cuando conoció a Wilmer Alexander Aguirre.

“Él trabajaba en la competencia, pero me encendía los pilotos, yo decía ‘no le voy a hacer caso a un chofer de estos, ni loca’. Con otros peleaba ruta, pero él me dejaba trabajar y que me fuera adelante recogiendo todos los pasajeros”.

Wilmer le mandaba saludos con el ayudante. Ella se resistía. “Decile que para mí los choferes no existen”, le mandaba a decir Mireya. Pero Wilmer le fue ganando el corazón.

“Era demasiado bueno conmigo en el camino. Un día pasé por el bus y me fijé que le faltaba un pie. Pensé que se trataba de una buena persona y lo saludé. Logró conquistarme y ahí empezó todo hasta que dispusimos unirnos”.

Mireya vivió muchas historias con Wilmer. Mañaneaban juntos y se iban a trabajar. A él no le molestaba que ella fuera conductora de buses y tampoco la celaba, a pesar de trabajar entre muchos hombres.

Pero hace un año y medio perdió a su esposo y desde entonces la vida es más difícil. Desde entonces Mireya quedó trabajando como relevo los viernes, sábados y domingos para estar más tiempo con sus hijos.

Todoterreno

Manejó en la ruta 35 que va a Chamelecón. A pesar de estar entre los sectores más peligroso de San Pedro Sula, nunca le ocurrió nada. Ha conducido unidades a San Antonio de Cortés.

También puede conducir rastras, aunque confiesa que le gustaría dar clases en una autoescuela. Prueba de su destreza con el timón es que nunca ha tenido un accidente, aunque en la ciudad se registran 600 choques al mes.

Le han decomisado la licencia en dos ocasiones, pero ninguna por razones de peso. “La primera vez fue por bajar a un viejito en un sitio que no era parada. Me dio lástima que caminara. La otra fue porque el ayudante llevaba la puerta abierta”.

Dice que la clave ha sido manejar a la defensiva, concentrada y segura. “Yo ando en lo que ando. El problema de los motoristas es que se distraen viendo muchachas”, comenta entre carcajadas.

Para sus compañeros solo tiene agradecimiento. “Saul Arita, que era el dueño de la ruta, me impulsó y tuvo la confianza de darme una bus. Mi patrón actual, Abraham Muñoz, también me ha dado la oportunidad y mis compañeros tratan de ayudarme para que pueda conseguir el alimento de mis hijos”.

Entre parada y parada se siente cada vez que pone el freno. Llegando a la aldea El Carmen se detiene repentinamente. Era un pasajero que se le quedaba atrás.

-Ya me dejaba, verdad Mireya. ¿Cómo ha estado?, le dice el hombre de contextura gruesa y entra sudando en el bus.

-Bien ¿y usted? Le responde la conductora.

Dentro de la aldea, ya los pasajeros la conocen. -Hay que llevar chuleta para la cena. Interviene el Oso al indicarle que vienen más pasajeros.

-Ojalá Dios te oiga, responde Mireya con un suspiro.

La rutina de ir y venir del centro a la aldea El Carmen la repite dos veces más. La cuarta ocasión es a las 12.25 del mediodía. Almuerza a toda prisa un pollo con tajadas y arranca de nuevo.
El sol arde y los olores se intensifican a esta hora. Combustible, perfume, sudor y comida. Los mismo ocurre con el ruido, el reguetón de la radio, el ayudante gritando, la gente platicando y las bocinas de los otros vehículos.

Entre la conversaciones y la música, Mireya pasa más amena sus horas detrás del volante.

Como es miércoles termina la jornada más temprano y hace la última vuelta a las cuatro de la tarde. Los fines de semana hace siete viajes, ida y vuelta. Hoy las redujo a cuatro porque dejó solos a sus hijos.

En un día debe recoger mil lempiras de tarifa y 1,200 de combustible.

Apresurada se dirige a su hogar. La esperan sus hijos de 13,11 y 5 años. Sus otros tres hijos ya son adultos.

Al llegar a casa sus deberes no han terminado. Se lava las manos y se cambia la camiseta de trabajo por una blusa azul, su color favorito. En cuestión de minutos lava los trastes, pone frijoles y empieza a hacer tortillas.

A las ocho de la noche su rostro ya se ve cansado, pero no se queja. Fue un día agotador. Definitivamente, Mireya le hace honor a su licencia para equipo pesado... Es una mujer incansable.

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