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El drama de las familias desplazadas por maras en Honduras

  • 08 mayo 2013 /

Víctimas relatan cómo la violencia de las pandillas las alejó de sus casas.

    “Teníamos una pequeña maquila, nos empezaron a llamar y nos decían que pagábamos o nos mataban. Les dijimos que podíamos pagar, pero no lo que pedían. No entendieron de razones y un día que caminábamos por la calle para ir al trabajo nos salieron cuatro jóvenes, le gritaron a mi esposo y a sangre fría le dispararon. Cuatro balas le segaron la vida. Con él se apagó todo”, dice entre sollozos.

    Ver especial multimedia: Bajo el yugo de las maras

    Desde ese día, Amparo no tuvo paz y las amenazas no cesaron. “Me dijeron: ‘Ya matamos a tu marido. Ahora vamos por vos y tus hijos’. No quiero que les pase nada a mis hijos. Solo quiero irme. Estamos a merced de los delincuentes”, contó la mujer ante el Comisionado Nacional de Derechos Humanos.

    Amparo buscó librarse de la persecución y no tuvo más opción que dejar su casa, su microempresa y huir... del país.

    “La amenaza estaba latente, nadie me daba protección y no iba a esperar que mataran a toda la familia. Huí, salí del país porque me ayudaron unos amigos. A Honduras jamás quiero volver. No es fácil abandonar el terruño. Siento un vacío. Es difícil dejar atrás toda una vida, sobre todo cuando ahí crecí y por la inseguridad me vi obligada a cambiar de vida”, relata la mujer, quien aún teme por la vida de quienes quedaron en Honduras.

    Éxodo

    El éxodo de hondureños de barrios y colonias en el país va en aumento. Cientos de familias buscaron refugio, se fueron a otra colonia, a otro barrio, a otra ciudad o país para no ser una estadística mortal más.

    Aunque quieren olvidar y empezar de nuevo, muchos llevan grabada la muerte de un miembro de su familia, el terror de las amenazas o un atroz ataque.

    “O se van o los matamos”

    “Solo cuatro horas nos dieron para salir, dijeron que estábamos protegiendo a los 18 y por esto teníamos que dejar la casa y si no nos salíamos, nos mataban”, cuenta César, un expoblador de la colonia San Juan, en Chamelecón, que huyó del lugar con sus cuatro hijos y su esposa.

    No había opciones. Fueron expulsados como otros del barrio porque miembros de la MS-13 los vincularon con la pandilla Barrio 18. “No había nada que pensar. Solo agarramos la ropa que teníamos y nos fuimos. Mis cuatro hijos lloraban y mi esposa también. Son golpes duros. Tuvimos que dejar los muebles y electrodomésticos. Era la vida o las cosas y decidimos salvar nuestras vidas”, dice impotente.

    En el pasaje donde César vivía habían huido, hasta finales de 2012, 11 familias que se sumaron a las decenas que en otros sectores de la misma colonia también se marcharon. Los que han quedado guardan silencio. Sus miradas reflejan miedo, terror a decir algo que no deben.

    César quiere iniciar de nuevo. No le resulta fácil. Está sin empleo y con una familia que sacar adelante. Ahora se mantiene con la ayuda solidaria de un hermano, que cuando lo vio sin nada le tendió una mano para que no se quedara en la calle.

    “Si no fuera la familia, no sabría qué hacer. No hay ayuda del Gobierno ni creo que le interesa lo que nos pasa a las familias que hemos tenido que salir a la fuerza de nuestras casas. Es lamentable. Tuvimos que salir casi corriendo para no morir a manos de esos mareros. Es duro pasar esto, es duro sentirse solo y sin nada después de luchar”, dice con los ojos llorosos.

    Buscan refugio

    Para quienes se quedan resistiendo los embates de la violencia, los desplazados son solo un recuerdo, pero para quienes se van la vida cambia para siempre. Consuelo es otra desplazada por las maras.

    “Querían que a la fuerza mi hijo fuera pandillero y como el cipote se negaba a entrar y a andar con ellos, me lo golpearon. Como estaba en peligro ya no lo mandaba al colegio, pero ni eso ayudó porque una noche los pandilleros llegaron a la casa. Me gritaban que abriera la puerta y tuve que abrir. Nos amenazaron, intentaron violar a mi hija y solo Dios nos libró de ellos. Por eso no esperé más y al siguiente día nos fuimos. Salimos sin rumbo y sin dinero y nos tocó empezar de nuevo, construimos una covacha de lámina que nos regalaron y la hicimos en la orilla del río. Me quedé en la calle”, explica entre lágrimas esta mujer de 38 años.

    Para medio sobrevivir, Consuelo ahora vende tortillas. Sus hijos dejaron de estudiar para apoyarla. “Quién se acuerda de nosotros. A nadie le importamos. Con los pandilleros no valen denuncias, no hay autoridad y lo mejor que uno hace es callarse y marcharse. Mi casa se quedó allí, lo perdimos todo y no tengo contacto con ninguno de mis parientes para no exponerlos. Pero hay que tener fe en que un día la autoridad hará algo para que los mareros y pandilleros desaparezcan”, dice resignada.

    Estas historias constan en los expedientes del Conadeh y aunque han tenido la comprensión de este tipo de organizaciones, no hay un plan, estrategia u oficina del Gobierno que dé apoyo económico, psicológico o estructural a los cientos de desplazados que deja el fenómeno de las maras.

    El día que “los Hernández” se fueron

    “Si hoy no nos vamos, nos matan en la noche”. Así resumió un miembro de la familia “Hernández” su huida repentina de una colonia de Chamelecón, el 2 de octubre de 2012.

    Ellos habían sido amenazados por pandilleros y en lugar de esperar a ver si cumplían las amenazas, como otros vecinos que yacen en el cementerio, prefirieron emigrar esa misma tarde.

    Llamaron a un fletero, montaron lo que pudieron y se fueron.

    Hasta allí llegó una vida de trabajo y esfuerzo por ver su hogar en la calle que vio crecer a los niños. En San Pedro Sula, cuadras y pasajes enteros de las decenas de colonias en las zonas de Chamelecón, Rivera Hernández, La Unión, Planeta, Céleo Gonzales y Asentamientos Humanos se encuentran vacíos con solo el recuerdo de familias que lo dejaron todo por proteger sus vidas.

    En Tegucigalpa, sectores como las colonias 14 de Marzo, 21 de Febrero, 1 de Mayo, San Isidro, La Peña y Pedregal tienen zonas fantasmas, donde yacen los restos de viviendas que alguna vez fueron habitadas por familias hondureñas.

    Algunas son refugio de maleantes y muchas otras ya no son habitables. Los grupos antisociales las han destruido como represalia ante la intención de la Policía de recuperarlas para sus propietarios.