¿Cómo te enseñaron a ver el placer? ¿En tu familia se reprimía o se celebraba? Por ejemplo, ¿se le daba importancia a pasear o irse de vacaciones, a la buena comida, al juego y a la risa? ¿O el mensaje era que había que reprimir el deseo y volcarse en el sacrificio como medio para ser una buena persona y agradar a Dios?
Partamos del hecho de que el placer es una energía, un regalo de la vida, un poder biológicamente natural cuyo fin es invitarnos a la procreación, al gozo y al desarrollo.
El placer es parte integral de los seres humanos, una habilidad más para despertar la conciencia. Ir hacia él nos abre y nos expande para regresar al mundo lo que éste necesita de cada uno de nosotros. Además, es tan benéfico y necesario para vivir como el alimento y el aire.
Disfrutar el placer nos cimbra, nos relaja, nos hace sentir vivos y nos conecta con el todo; sin embargo, para que eso suceda, nos exige estar presentes y valorar nuestros sentidos, los cuales nos permiten recrearnos con la experiencia.
Si algo o alguien nos es placentero, es muy probable que deseemos explorar más nuestra relación, movernos hacia él, hacerlo parte de nuestra vida; puede ser desde un trabajo o un lugar hasta una persona. En cambio, si algo no es placentero, tendemos a evitarlo o negarlo.
Ignorar el placer no es una opción
Cuando nos cerramos al placer nos negamos a nosotros mismos, rechazamos el poder de la vida y su potencial, perdemos la habilidad de encausar nuestro camino por el sendero que nos proporciona paz y nos lleva al éxito.
Cuando reprimimos el placer, el cuerpo se vuelve rígido y se desconecta del mundo exterior. Sobreviene la sensación constante de que nos falta algo para sentirnos plenos, sin que podamos apuntar bien a bien de qué se trata. En cambio, cuando lo dejamos fluir con libertad, el cuerpo, el espíritu y la mente se cargan de energía.
Lo interesante es que hay placeres que nos buscan, que tienen inscrito nuestro nombre y provocan que la vida fluya.
Lo notamos en la manera en que nos enamoramos de algo o de alguien: así, sin más, nos hace ser y sentir que somos mejores personas, más auténticas, más éticas y más bellas. Con esto nuestro potencial se desarrolla y puede llegar a su máxima expresión.
¿Desde qué lugar?
¿Que pasaría si eligiéramos vivir desde el poder del placer? Hay varios niveles en que lo experimentamos: desde uno superficial hasta uno profundo. Todos nutren si se disfrutan de forma consciente. Me refiero a experimentarlo con la gratitud de estar vivos y presentes.
¿Qué sucede cuando los riñones no funcionan, los pulmones fallan o el estómago lo hace? De inmediato nos sentimos mal y peligra nuestra vida. El simple hecho de que el cuerpo funcione en equilibrio es ya un gozo.
Comencemos entonces con la habilidad de recibir y apreciar el placer de que el cuerpo funcione a la perfección y la gama completa de regalos que dan los cinco sentidos. Apreciemos el placer de las imágenes, las fragancias, las caricias y la escucha; cada sentido encierra un mundo infinito.
Cuando valoramos el placer, notamos los colores, las texturas, el aire y los tonos de la naturaleza. Cuando nos damos permiso de disfrutar todo lo que la vida nos procura, descubrimos que tenemos más que ofrecer de lo que habíamos imaginado.
Partamos del hecho de que el placer es una energía, un regalo de la vida, un poder biológicamente natural cuyo fin es invitarnos a la procreación, al gozo y al desarrollo.
El placer es parte integral de los seres humanos, una habilidad más para despertar la conciencia. Ir hacia él nos abre y nos expande para regresar al mundo lo que éste necesita de cada uno de nosotros. Además, es tan benéfico y necesario para vivir como el alimento y el aire.
Disfrutar el placer nos cimbra, nos relaja, nos hace sentir vivos y nos conecta con el todo; sin embargo, para que eso suceda, nos exige estar presentes y valorar nuestros sentidos, los cuales nos permiten recrearnos con la experiencia.
Si algo o alguien nos es placentero, es muy probable que deseemos explorar más nuestra relación, movernos hacia él, hacerlo parte de nuestra vida; puede ser desde un trabajo o un lugar hasta una persona. En cambio, si algo no es placentero, tendemos a evitarlo o negarlo.
Ignorar el placer no es una opción
Cuando nos cerramos al placer nos negamos a nosotros mismos, rechazamos el poder de la vida y su potencial, perdemos la habilidad de encausar nuestro camino por el sendero que nos proporciona paz y nos lleva al éxito.
Cuando reprimimos el placer, el cuerpo se vuelve rígido y se desconecta del mundo exterior. Sobreviene la sensación constante de que nos falta algo para sentirnos plenos, sin que podamos apuntar bien a bien de qué se trata. En cambio, cuando lo dejamos fluir con libertad, el cuerpo, el espíritu y la mente se cargan de energía.
Lo interesante es que hay placeres que nos buscan, que tienen inscrito nuestro nombre y provocan que la vida fluya.
Lo notamos en la manera en que nos enamoramos de algo o de alguien: así, sin más, nos hace ser y sentir que somos mejores personas, más auténticas, más éticas y más bellas. Con esto nuestro potencial se desarrolla y puede llegar a su máxima expresión.
¿Desde qué lugar?
¿Que pasaría si eligiéramos vivir desde el poder del placer? Hay varios niveles en que lo experimentamos: desde uno superficial hasta uno profundo. Todos nutren si se disfrutan de forma consciente. Me refiero a experimentarlo con la gratitud de estar vivos y presentes.
¿Qué sucede cuando los riñones no funcionan, los pulmones fallan o el estómago lo hace? De inmediato nos sentimos mal y peligra nuestra vida. El simple hecho de que el cuerpo funcione en equilibrio es ya un gozo.
Comencemos entonces con la habilidad de recibir y apreciar el placer de que el cuerpo funcione a la perfección y la gama completa de regalos que dan los cinco sentidos. Apreciemos el placer de las imágenes, las fragancias, las caricias y la escucha; cada sentido encierra un mundo infinito.
Cuando valoramos el placer, notamos los colores, las texturas, el aire y los tonos de la naturaleza. Cuando nos damos permiso de disfrutar todo lo que la vida nos procura, descubrimos que tenemos más que ofrecer de lo que habíamos imaginado.